jueves, 31 de mayo de 2012

Martin Oremor, Mar del Plata. Argentina






Oscurecen las cosas y

las palabras conspiran en mi contra

como un susurro

sembrando falsas memorias

del porvenir



y triste

pienso en los peces

los ojos curiosos de los peces

de tía vieja o comadrona a cargo de un kiosco.



Afuera llueve y ha comenzado

el otoño

a revolver en los cajones de la gente

poco a poco metiéndose

como esas tías mayores

entre su ropa de cama

en las camisas planchadas

de cara a las ventanas

tirándose en el patio por las tardes

a dormir su cansancio

en colchones de hojas que mueren

una muerte seca y marrón entre las macetas

sobre los fríos charcos de agua

de aquí para allá

aburriendo.



Para el pequeño Salvador

dentro del silencio de la casa

la muerte

es belleza: pega un manojo de hojas

que juntó largo rato en la tarde

sobre el cielo de un gran papel blanco

con pegamento y colores

que su madre le dio antes de la siesta.

Lo veo pegar las hojas

con admirable amor, cuidado

con un sentido propio

que yo intuyo apenas pero que late allí en el niño

cifradamente

recordándome con imágenes vagas

mi niñez

irrevocablemente desaparecida.

Salvador pega las hojas

como si quisiera que el viento las llevara

dibuja encima con azul

largos trazos que ondulan

sobre el cielo de papel

un viento redondo de crayón

atravesando de frío las hojas

una salvedad de ataúd.

Me invade un miedo de saber

de repente, absurdamente

que yo no quiero morirme un día

aunque sé

tendrá que pasar.

Habrá sol me digo

como si pudiera recordar mi futuro

del cual sin embargo

no tendré ya memoria,

gente de sonrisas quietas

una mesa con té

con masas

con palabras de abuela vieja

y seré pequeño

y blanco el cajón

donde dormiré

el eterno sueño del niño

muerto,

querido,

ya olvidado.

domingo, 27 de mayo de 2012

Estela Marta Escudero


Extractos de:


Un po e m a p o r St e f a n
HiSt o r i a e n f o r m a d e So n a t a



[....]

Caminando por los pasillos —nunca tan largos ni silenciosos—, doblado por las fuerzas que con frecuencia nos mantienen erguidos, Kostantin vivía su realidad sin mirarla de frente.
Sólo se atrevía a preguntar —como grita al viento su lamento el
náufrago—: “¿Cómo habré de continuar ahora?”. Preguntas sin respuestas o respuestas amargas, cúmulo de sueños reducidos a nada. Ya no
quería pensar; los pensamientos lo ahogaban y hubiese dado el alma por
permanecer aislado en una monotonía de horas sin fin con el sólo objeto
de olvidar. Se detuvo frente a la puerta del cuarto: la habitación que ella
había preparado con devoto amor y tierno celo. En su interior, juntos
rieron; juntos soñaron y juntos supieron paladear la especial felicidad
que nos hace sentir inmortales. Acaso Cristina fuese eterna allí dentro.
Kostantin escuchó el débil llanto. Cuando ingresó, la nodriza movía
la cuna; el vaivén logró calmar al bebé. A su pedido, la mujer abandonó
la estancia.
Con el rostro sombrío se acercó a contemplar al niño: sábanas de
hilo cubrían a su hijo que dormía el sueño gentil de los infantes. La primavera comenzaba y una brisa tibia sacudió los volados de la cuna. En
silencio, Kostantin entornó la ventana y con las manos prendidas de los
cortinados sintió latir las dudas.
“¿Cómo haré para quererte, si te has robado lo que más amaba?”
Sin volver el rostro, abandonó el cuarto.


[....]



El humo ascendía, formaba arabescos.
“¿Cómo es posible que aquello que más quiero en el mundo esté
muriendo?” —se preguntó. Y se respondió: “Así son las cosas, Stefan, y
nada que hagas podrá evitarlo. ¿Acaso presenciaré el desenlace, mudo e
inerte? ¿O quizá despierte una mañana y me descubra solo? ¿Es que se irá
sin que pueda detenerlo? He querido ser mejor sólo para satisfacerlo. Lo
sentía eterno, como estas paredes, y lo quería conmigo, seguro y firme, mi
refugio y ejemplo. Aún no te despidas ni te lamentes. Sonríe, toma como
un regalo cada momento. Y no empañes los días por venir con el luto
anticipado de los incrédulos ni reclames más de lo que tienes. Atesora los
instantes, ponlos dentro de ti allí donde todo permanece intacto. En ese
sitio estarán juntos, siempre.”

Las volutas ascendían para desvanecerse luego.
Caídos ya los velos, los contornos nítidos le dejaban ver cada detalle.
Tenía un informe completo del estado de salud de su padre: habían sido
dos los ataques que sufriera; el doctor Zeller suponía que su corazón no
resistiría otro.
En la oscura quietud de la sala de música la mente lograba sosegar al
corazón, darle consuelo. Se gestaba el cambio sutil y silencioso y se instalaba en él un nuevo propósito, que Stefan honraría con tesón y celo.
“¿Sabré hacerlo? ¿Sabré ser justo y responsable? ¿Cuidar de él y protegerlo?”
Y su aliento empañaba los cristales.
Miró más allá de la noche, diáfana oquedad de luna llena que mostraba un jardín helado; árboles desnudos y nieve, mucha nieve. “El cielo
estrellado encima de mí y la ley moral dentro de mí. Son pruebas de que
hay un Dios por encima de mí y un Dios dentro de mí”, recordó la cita de
Kant. “¿Podrás creer en ello?”
Ya en su alcoba se dirigió hacia las hornacinas ocupadas por soberbias bibliotecas. Abrió las puertas y miró los estantes repletos de libros,
sus muy queridos libros. Vivió otras vidas a través de ellos; conoció lugares remotos, viajó a sitios donde sólo la imaginación llega, y defendió
causas perdidas, y se enamoró de damas etéreas. Formó su intelecto
leyendo todo, sin desechar nada, feliz en fantasear con un mundo ideal
lejano como el sol poniente. Su corazón todavía se dejaba tentar por
esas ensoñaciones juveniles, pero ya no había cabida para sueños. Había despertado y era áspera y maciza su realidad de piedra, y muy alta
la meta. Stefan supo que el camino a recorrer tendría que transitarlo
solo; sus queridos camaradas habrían de permanecer allí, en los pliegues de una vida que había concluido. Se sintió capaz de dar el primer
paso, y como no se llega a la cima madurando sino creciendo, afanado
por ser un poco más que ayer, cerró las puertas de las bibliotecas y con
las llaves dentro de la mano caminó hacia los leños y las dejó caer en la
chimenea.

[....]




Lorena Louzán, Pontevedra - España


Título: La Dama Negra 
Editorial Abecedario
 Serie: Literatura Nuevas Historias
 Nº. Páginas: 374
ISBN: 9788492669639






sinopsis del libro:

Reinventarse tras un divorcio conflictivo es difícil, y más si has de dejar atrás una gran estela de violencia y cicatrices. Pero Emma Alvarado consigue seguir adelante y volver a sentirse viva, mujer, en los brazos de otro hombre: un renombrado fotógrafo de piel negra, hecho que conseguirá atraer de nuevo la atención de su expareja sobre ella, desatando una obsesión enfermiza sobre su entorno más próximo, golpeándola donde jamás sospecharía ser dañada. Y ¿qué puedes llegar a sentir cuando descubres que tu marido es un asesino?
   Emma se verá empujada por este hecho a un destino incierto, desde las costas de Galicia hasta las selvas más profundas e inhóspitas de Colombia, buscando al hombre que consiguió arrebatárselo todo.
   Una conmovedora historia de amor y odio que nos demuestra con claridad terrible los entresijos de la mentalidad humana, y todo aquello de lo que es capaz el hombre. y la mujer.

¿Como construyó la obra?



Conseguir la ambientación en la actual "Colombia de las guerrillas" me costó casi 2 años. Mezclo la temática de la violencia de género que se da en España (en el 2003 murieron tantas mujeres a manos de sus parejas que la novela nació después casi como una necesidad), y la situación política y social en Colombia, puesto que Alejandro, el ex marido de la protagonista, es uno de los cabecillas de uno de los cárteles más poderosos del país. Galicia y Colombia están hermanadas en el relato, y al parecer llama la atención el final y su "nada es lo que parece", que es mi homenaje particular a la obra de Antonio Buero Vallejo "La Fundación", lectura obligatoria en el colegio pero que me impactó muchísimo. 


Extracto de la obra.

Emma sale a la calle y mira a su alrededor, fresca y renovada. Ha dormido como  
nunca antes durante ese penoso año. Consulta la hora en su reloj. Las ocho de la mañana.  
Se aprieta la goma de su coleta y echa a andar mirando el mundo tras los cristales castaños  
de sus gafas de sol. Una pancarta señalando la dirección del aeropuerto El Dorado aparece a  
su izquierda. Emma se sujeta mejor la bandolera verde tras la espalda y mete las manos en  
los bolsillos. Tiene que empezar a pensar cuáles van a ser sus pautas de comportamiento de  
ahora en adelante. Al fin y al cabo ha matado a un hombre y sigue tan campante.  
Pasa justo al lado de la plaza de toros y se estremece. Nunca le han gustado las  
corridas. El matar a un animal sudoroso, cansado y casi exangüe le parece una atrocidad.  
Además, sabe que una semana antes de la corrida apalean al animal todos los días para  
minar sus fuerzas. Lo gracioso sería ver torear a un maestro sin las banderillas, de modo  
que el toro no fuera perdiendo la vida gota a gota. “A ver quién se atrevía entonces a saltar  
a la arena” masculla. Sigue caminando y atraviesa pensativa y silenciosa, sus zapatillas azules  
resbalando sobre la hierba, el Parque de la Independencia. Alza los ojos dorados al cielo,  
despejado y sereno como pocos. Está segura de que acaba de comenzar un día agradable.  
-Señora, tenga la bondad...  
Emma se da la vuelta y se queda mirando a la criaturita que acaba de retenerla  
tirando del asa de su bolsa. El corazón le da un vuelco. Apenas tendrá cinco años. “Como  
Gabriel ahora” medita.  
-¿Qué quieres, cielo?  
El niño parece asombrarse de que lo haya llamado de ese modo. Emma lo  
contempla sin saber si lo que siente es ternura o una nueva y desagradable aversión.  
-¿Me compra las flores?  
Emma se queda mirando el ramo marchito y roto que con manita temblorosa le  
ofrece. Tiene que respirar profundamente varias veces para serenarse. Le ha venido a la  
mente el día de su treinta cumpleaños, cuando Gabriel se le acercó tambaleándose sobre  
sus pequeñas piernas para acercarle a la nariz una delgada margarita.  
-¿Vendes flores para pagarte la comida? –pregunta con suavidad.  
El niño, muy moreno de piel la mira con sus ojos enormes y muy claros. Entonces  
ella repara no sólo en su carita tiznada de hollín, tierra y lágrimas, sino en su ropa sucia y  
andrajosa. Se agacha para quedar a su altura y se quita las gafas para verlo de cerca.  
-Sí, le doy el dinero al Chévere y él después me da comida si me lo merezco.  
Emma siente que la rabia prende en su espíritu.  
-¿Y quién es ese Chévere? –pregunta apartándole el cabello del rostro. El niño  
retrocede espantado ante la súbita caricia. “Casi como hacía yo cuando Alejandro se  
acercaba con cara tierna para terminar descargándome encima una lluvia de golpes” cavila.  
-El Chévere es el hombre que se acuesta con mamá.  
Emma deja escapar un suspiro resignado. “El mundo es una mierda” masculla. El  
niño vuelve a alzar las flores indeciso. La gallega sonríe. “Ya no me duele tenerlos cerca”  
medita mientras observa al pequeño. Al poco de morir sus hijos no soportaba la sola visión  
de un bebé y parecía caer enferma si por casualidad algún niño se le acercaba.  
-Vamos a hacer una cosa, ¿vale? –el muchacho titubea–. Te voy a dar dinero pero  
no es necesario que me deas las flores.  
-Pero usted me paga por ellas....  
-No importa. Eres un niño muy bueno y así podrás vendérselas a otra persona.  
Emma le tiende un fajo de billetes que el niño contempla atónito.  
-No cuestan tanto...  
-Da igual –exclama Emma mirándolo enternecida y un tanto furiosa–. ¿Cómo te  
llamas?  
-Guzmán, aunque me llaman el achicopalado porque siempre ando muy triste y flaco.  
-Yo soy Emma. ¿Tienes hambre? –le pregunta de repente.  
El estómago del muchachito berrea.  
-Bueno, ya tengo la respuesta –ríe ella–. ¿Me acompañas hasta ese puesto de  


perritos calientes? Quiero regalarte uno.
El niño muestra una sonrisa muy blanca. A Emma se le rompe algo muy dentro.
Tiene que cerrar los ojos con fuerza para reprimir las lágrimas.
-Sí, por favor –ruega él.
Emma lo toma de la mano y se acerca al gordinflón de la caseta.
-Deme uno de esos y envuelva otro para comer luego.
El hombre prepara con manos grasientas el bocadillo. Emma se pregunta si no será
demasiado higiénico en sus maneras, esto es, aceitoso hasta el ralo cabello y con los mocos
colgándole de una nariz que más bien parece una patata.
-Ten, meu pequerrechiño –dice Emma.
El niño la mira con el entrecejo fruncido.
-¿Qué ha dicho?
-He dicho: Ten, mi pequeñito.
Guzmán sonríe, los dientes manchados de mostaza.
-¿Y qué idioma era ese? ¿Portugués?
Emma ríe y lo insta a sentarse en un banco a su lado.
-Hummm casi aciertas. Es Gallego. La lengua gallega es la mamá histórica de la
portuguesa.
-¿Y eso en qué sitio se habla?
-En España. ¿Sabes dónde está?
El niño la mira igual que Miguel cuando ella, nerviosa y alterada, intentaba
explicarle cómo se hacían los bebés.
-No, pero no se preocupe que da igual.
Emma ríe.
Guzmán parece pensar algo muy seriamente.
-¿Qué más palabras sabe decir en ese idioma?
-A ver... picariño.
-¿Y eso que es?
-Esa es la forma que tenemos los gallegos de llamar a los niños pequeños.
El chico asiente mientras, sentado en el banco, menea las piernas que no le llegan al
suelo.
-Luego yo soy un picariño, ¿no?
-Sí, y uno muy guapo.
-Sí, bueno, eso ya lo sé.
Emma, atónita, saca algo de su bolsa mientras piensa en lo espabilado que es ese
muchachito.
-Anda, toma, bebe esto. –Le tiende un botellín de agua que él sorbe gustoso.
-¡Ay, qué bien...!
Lo contempla comer con expresión famélica. A ella algo le dice que ese niño no
suele disfrutar de algo que llevarse a la boca todos los días.
-Ya he terminado –se pone en pie con las flores en la mano–. Muchas gracias.
Emma asiente y le revuelve el cabello cariñosa.
-No hay de qué. Ah, y esto para cuando vuelvas a tener hambre. -Le tiende el otro
paquete. El niño pone tal cara de felicidad que Emma siente ganas de llevárselo con ella–.
Guzmán, escucha, si vas a andar tú sólo por ahí ten mucho cuidado.
-Sí, señora –dice abrazándose súbitamente a una de sus piernas–. Ya sé que no toda
la gente es tan buena como usted. El otro día un hombre malo me robó las flores y casi me
obliga a irme con él a una esquina oscura, pero yo escapé.
Emma siente el amargor de la bilis subiéndosele a la boca, asqueada.
-Sí, hay gente muy mala, pero tú hiciste muy bien.
El chiquillo se aparta y agita la mano.
-Es una pena que se marche –comenta él con voz grave–. ¿Sabe? Me hubiese
gustado que usted fuese mi mamá. Parece un ángel o una de esas señoras que a veces veo
por la tele. ¿Cómo se llaman?... ¡Ah, sí, novias! Parece usted una novia.
 Emma lo observa caminar alegre y con el estómago lleno hacia un grupo de turistas
japoneses que no cesan de hacer fotos. Parece una novia. Su expresión se congela, la sonrisa
extinta en sus labios. La abuela Estrella siempre las llamaba así a Helena y a ella. Sobre todo
cuando buscaba sortilegios malignos pasando ante sus rostros una navaja bañada en agua
bendita y rodeada de un rosario. Las novias, sí, pero las novias de la muerte.



miércoles, 16 de mayo de 2012

LEANDRO BARTOLETTI


ENTER MIRASKI


No sé, últimamente estoy en un vacío.
Uno espera que pase algo que desate
la imaginación, que la encienda, que
en cierto sentido permita hacer una
conexión. Ya no se trata del resultado.
Al Pacino.


INTRODUCCIÓN


Creo que fue Albert Camus el que escribió: “A los 30 se
empieza a envejecer y hay que aprovecharlo todo, no sé si me
entiende”.
Si, entiendo perfectamente. Acabo de cumplir 30 años y todo
se vino abajo. Nunca imaginé que cumplir 30 sería una catástrofe.
No es como cumplir 25 ó 36. Hay una especie de superstición
numérica que me tiene preocupado. Y a esto tenemos que
agregarle el dolor de cabeza, el insomnio, el cansancio. Y la
inseguridad, el desencanto, la constante frustración.
Ya sé que esta no es la mejor manera de empezar una
novela. La verdad es que es un comienzo muy depresivo, pero
bueno, así es como me siento.
En estos últimos meses, todo empezó a desmoronarse y esta
noche se produjo la caída final. Estaba en mi fiesta de cumpleaños
(si es que a esa aburrida reunión se le puede llamar fiesta) y no
dejaba de pensar en todas las oportunidades perdidas, todas las
mujeres que no supe amar, todos los sueños rotos, todo eso. Y por
primera vez, dejé de creer que todo cambiaría.
Dejé de creer, dejé de confiar, y ahí fue cuando surgió la
idea de la fuga. Una idea muy desesperada, claro.
Reconozco que no soy impulsivo. Soy más bien metódico e
insoportablemente planificador, así que este asunto de tener una
idea tan extrema y llevarla a cabo es una novedad. O una
resignación a la vejez que se aproxima, un salto al vacío, no sé.
La cuestión es que salí corriendo del pub donde estaba con
mis amigos y fui corriendo a mi casa. Conté la plata y me di cuenta
que era poca, pero igual podía alcanzarme para dos semanas. O
tres.
La fuga se puso en marcha.
¿Fuga hacia dónde? Yo qué sé.
Armé una valija muy liviana (entiendo que la idea de la fuga
es, precisamente, viajar rápido) y elegí algunos libros
estimulantes: “El camino del artista”, de Julia Cameron; “Flecha
Verde Año 1”; “Watchmen”, de Alan Moore; y un volumen de
Alianzas Paganas con Silver Surfer y Linterna Verde.
Cuando sentí que estaba listo, no pude dar el primer paso.
Ahí, por primera vez, apareció la duda: ¿Qué estoy haciendo? Esto
es lo que les pasa a los tipos que tienen una crisis existencial y lo
único que se les ocurre es tomar alguna medida drástica para
romper con la monotonía y sentirse realizados. ¿Eso es lo que
quiero hacer? ¿Quiero cumplir con el ideal romántico del héroe que
se escapa a un paraje desolado para meditar, encontrar el sentido
de la vida y después volver renovado, convertido en un sabio o en
un profeta? ¿A quién quiero engañar? Se nota que vi muchas
películas. Voy a irme a algún lugar a gastar mis limitados ahorros y
después voy a volver tan confundido como antes… y encima sin un
peso.
Al rato, me di cuenta que tenía que dejar una nota a mis
padres. A los apurones, escribí algo muy breve: “Necesito
ordenarme, necesito pensar. No es nada grave, son los 30”.
Dejé la nota en la mesa y decidí dejar de pensar. En estos
casos, lo mejor es no pensar. Hay que actuar.
Salí corriendo de mi casa, llegué a la estación y, al
amanecer, subí a un tren que me llevó a Constitución.
Y acá estoy ahora, en la terminal, parado en el andén,
mirando a los trabajadores que salen de los trenes, cansados y
resignados, para empezar un nuevo día.
De todas las opciones posibles, elijo ir a la playa. No es una
mala idea. El mar, la quietud, la soledad, todo eso ayuda.
Me avisan que el próximo tren a Mar del Plata sale a las 8,
faltan dos horas. Voy a un bar, pido un café y me dedico a planear
lo que voy a hacer en los próximos días. Apenas llegue a Mar del
Plata, subiré a un colectivo que me lleve a algún rincón apartado,
alquilaré una piecita modesta. Y haré todo lo posible para
conectarme y reencontrarme.
Tendría que llevar un cuaderno para registrar todo. Quizás
pueda analizar mi vida y descubrir por qué me pasa lo que me
pasa. Hace un tiempo, tuve un proyecto que al final quedó
inconcluso: escribir una novela autorreferencial, estilo Aprile. Y
con una onda a Chasing Amy.
Creo que esta fuga es la oportunidad ideal para volver a
intentarlo. Quién sabe, tal vez esta sea la última oportunidad de
hacer algo verdaderamente interesante y así alcanzar los sueños
que siempre resultaron esquivos: ser un escritor, ser un cineasta,
tener una vida creativa, y todo lo demás. Si, esta es la
oportunidad…
Es probable que esté sintiendo el típico síndrome de los
treintañeros, eso de creer que cada oportunidad es la última. The
last chance todo el tiempo, a cada rato.
Como sea, voy a retomar ese proyecto. Una novela
autorreferencial y también generacional. Bueno, quizás exagero…
Mi vida no es tan intensa ni tan interesante como para llenar una
novela. Chejov decía que si querés trabajar en tu arte, primero
tenés que trabajar en tu vida. Eso es obvio. Para llegar a la
expresión, necesitamos tener un yo que podamos expresar. ¿Tengo
un yo, tengo una vida trabajada, puedo sacar algo en limpio de
estos 30 años? Es complicado, pero tendremos que meternos en el
camino, comprometernos, y avanzar.
Intentaré hacer una novela, sin demasiadas expectativas. Lo
que importa es que sea una liberación catártica y que le dé sentido
a la fuga. Tiene que ser caótica, honesta. Y profunda, pero sin
proponérselo. Sin solemnidad, sin buscar un mensaje aleccionador
ni ninguna de esas pavadas. Lo único que tengo que hacer es
plantarme y decir: Mi nombre es Diego Miraski y esto es lo que
pasó.
Bien, ¿y qué pasó? ¿Por dónde empiezo? No voy a arrancar
escribiendo sobre mi infancia ni sobre mi adolescencia porque no
recuerdo casi nada, solamente tengo fragmentos desunidos. Me
acuerdo más de las series de televisión que de las cosas que me
pasaban.
Entonces, ¿por dónde empiezo?
Por cuestiones obvias, me parece que lo indicado sería
empezar en el 2001, cuando tenía 22 años. Era el mejor de los
tiempos, lástima que nadie me avisó.

martes, 8 de mayo de 2012

Federico Ambesi


Reencarnación y deseo de muerte 1

Sentía que la música aún estaba esperándolo... el sería, tal vez, algún amor que no fue y sin saberlo se encaminaba a la locura otra vez.

Miró varias veces el fuego y sintió cierto temor, corrió las neblinas del pánico de sus ojos y se dejó llevar por esa aventura que, dicen, es morir...

Luego de eso estuvo en un mundo diferente, no en los artificios paradisíacos que pronostican los creyentes, sino en un estado mental hermoso, perfecto...

"Muerte, hermosa y lúgubre muerte, gracias por llevarme con vos..." -  dijo.

Más tarde, en el crepúsculo de sus sueños vió como todo volvía a parecerse al principio... luego caminó varias veces por aquella misma senda...



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Funeral del cuento olvidado y el amor como primera impresión - 


Cada vez que me enamoré dibujé un punto. Fui dibujando varios a lo largo de mi vida hasta formar un círculo. Mis días rotaban como espirales ambulantes, vagos  y perdidos, sumergidos en la melancolía, el adiós y un dejo de esperanza. Fui líder una vez de mis pensamientos, de mis angustias más remotas y los sentimientos más duros que fermentaban en mi corazón, rayé el cielo con esperanzas y más tarde besaron mis derrotas a la reseca tierra con sus raíces y su vida.

Los círculos comenzaban a cerrarse y me miraban como si yo estuviera atrapado en ellos, mas estaba yo a salvo de todo allí, esperando el momento oportuno de ver…

La belleza lo era todo una vez, mi amor rodaba por la escaleras y yacía muerto más tarde sin colores, sin miedos tampoco, sin asombro más que el normal; y mis miles de rostros cambiaban, así como cambia el universo a cada galope de un hermoso corcel, de esos que patean las nubes al andar y se confunden con la espesura del cielo tan enorme y tan hermoso.

No me enamoraba como todos cuando dibujaba en la imaginación del espacio, me enamoraba de los colores más perfectos, que resplandecían en la cúspide milagrosa del romanticismo existente, me enamoraba de los soles, del mismo enamoramiento infinito, de los ojos pensantes del tiempo que corría a mi alrededor removido por la sangre que sacudía las torres más potentes de las almas.

Silencio, casualidad, destino, miseria, amor perdido, suerte encontrada. No sé cuál es el verdadero nombre de la verdad, desconfío de la existencia de lo que veo y me divierto armando mundos de descontrol que luego apuñalan mi pensar, ¡el mismo que los concibió! Así como la hiena carcome el cadáver raído de un ser especial y poderoso, uno de los que corría por este mundo es ahora un alimento desgraciado de la furia de un ser débil pero de un poder descomunal… me despierto, todo es igual… todo es igual…





martes, 1 de mayo de 2012

Alberto Díaz Flores‏

 Biografía del autor



Alberto Díaz Flores nació en 1984. Vive en el barrio de Sarandí, en el sur del conurbano Bonaerense. Es escritor, músico, trabajador asalariado y estudiante de la carrera de letras de la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado en la primavera de 2011 su primer volumen de cuentos titulado "Los Artrópodos" por la editorial Milena Caserola. A través del sello discográfico Wacala, en Abril de 2012, se ha editado "El LP de Los Artrópodos" que incluye tres cuentos del volumen y una milonga y un tango canción interpretados por Barsut, conjunto de tango del cual es cantor. En la actualidad prepara otro volumen de relatos de ficción y una serie de artículos en torno al tango.




Reseña

Una escritura de espacios mínimos, acechados siempre, siempre acechantes. Por los surcos y escondrijos que hay en toda casa y en toda vida, rincones imperceptibles de lo cotidiano y familiar, Alberto Díaz Flores pasa sus palabras como lupas, en un tenso y siempre impreciso develamiento de lo oculto, que  se debate entre la crueldad, el miedo y la risa. Una tensión similar a la que ponen en juego todos sus cuentos a través de una diversidad de estilos, voces y géneros que le proponen al lector, al mismo tiempo que a los personajes, la experiencia de una continua metamorfosis: en detective perspicaz, en perverso espectador de actos perversos, en parroquiano de un estaño anónimo, en científico minucioso y diseccionador, en cuerpo alucinado. Lo único estable en esa diversidad es una atmósfera suburbana y atemporal de baldíos yuyosos, cafetines despintados y casas bajas, por los que los personajes, sean de la especie que fueren, dan pasos inciertos, como si su experiencia acumulada estuviera a punto de estallar. Renguera experiencial que es acompañada, de fondo, y como en ostinato, por un bordoneo tanguero de ritmos asimétricos y persistentes.

Los artrópodos es un arbitrario catálogo de clasificaciones desclasificatorias en el que bichos, animales y personas se entreveran en duelos, colaboraciones y mezclas hasta confundirse y confundirnos, minando así nuestras certezas de un orden posible. Pero es, al mismo tiempo, una celebración de lo contaminado: el equilibrio peligroso entre ser y no-ser, entre hombre y animal, entre razón y sensación, que nos abre prepotentemente a la feracidad de lo im-posible.

                                                                                               Diego Antico



Fragmentos de la Obra:




Las diversas tramas y el brillo
  


Luego de arribar, al recorrer la estación a pie respirando hondamente, me sobrevino la sensación de estar movilizado. El viaje me había brindado una cierta, bella y pequeña felicidad; alejarme de la ciudad y de los sitios frecuentados me proveyó de una deliciosa amnesia. Fui por el costado del camino, y luego de zapatear polvareda por algo menos de dos kilómetros llegué a mi antigua casa.


Me costó al principio acostumbrarme a su nueva apariencia, toda una nueva vida se desarrollaba en plenitud debido a la evidente falta de ocupación en el mantenimiento del lugar por varios años. El trabajo diario, el de hormiga y el de araña, que hacían antaño mis padres para controlar un siempre presente e imperceptible imperialismo, se tornó para mí, de pronto, harto evidente.



La casa parecía una maceta. Unas desquiciadas enredaderas, por varios sitios, ocupaban las paredes y dejaban entrever, cerca de sus fronteras, las pequeñas salpicadas marrones de vanguardia que anunciaban una próxima e inminente conquista. Unos ya carcomidos y secos burletes no habían podido hacerle frente al insistente avance del polvo que ya se había sedimentado, formando una fina capa de pocos centímetros, en las cercanías de las aperturas, donde crecían unos simpáticos tréboles y unos brevísimos pastos. En diversas rajaduras anidaban unas palán palán con sus flores tubito amarillas y su verdor glauco tan curioso.


Pensé inevitablemente en Don Tito y me fue imposible, desde ese instante, no considerar que lo rodeaba un halo luminoso, un áurea casi mística; sus metáforas cobraron un sugestivo rumbo en mi mente ante el nuevo e inesperado paisaje. Di por verdad entonces estar en una misión emancipadora y, debo confesar, que con antecedentes poco promisorios: una marcada tendencia a la vagancia y, en relación directa a esto, una casi insoslayable adaptación a las contingencias que tocasen en suerte.