jueves, 25 de abril de 2013

© Odilón Moreno Rangel


Breve currículo
Candidato a maestro en Ciencias de la Educación en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Actualmente me desempeño como profesor de la Escuela Normal Superior Pública del Estado de Hidalgo. He participado en diversos congresos nacionales e internacionales con investigaciones educativas y de religiosidad popular. Mi obra literaria publicada se encuentra en revistas electrónicas como Letralia, Resonancias y Remolinos.

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Un día en la vida de un escritor.

A pesar de que Altagracia Martínez era un fantasma se desplazaba inestablemente por las habitaciones de la casa. A la difunta le acompañó a su nuevo estado el síndrome de Ménière y la sordera que padeció en vida. Sin embargo eso no era limitación para que se deshiciera en atenciones a Soponcio. Antes de que el escritor pusiera un pie fuera de la cama la abnegada mujer madre ya le tenía preparado un abundante desayuno. No importaba que Soponcio protestara Altagracia Martínez no abandonaba su cometido: hacer feliz a su retoño. Sin embargo su mala audición y el vértigo le hacían equivocarse continuamente. En la comida llevaba capullos de oruga fritos con huevo en lugar de tortas de flor de garambullo que tanto agradaban al creador. Soponcio había pensado que la muerte de su madre lo liberaría de su molesta presencia y no fue así. Ella seguía como si estuviera en vida. En principio el literato intentó resignarse y seguir con su intensa y lastimosa vida de creador junto con el ánima de su madre. Escribía y escribía sin parar; revisaba y revisaba una y otra vez sus escritos para verificar una y otra vez que tuvieran consistencia interna, que no le faltaran o sobraran ideas, amén de las correcciones de estilo. Pero su tarea era interrumpida a cada instante por el murmullo del espectro.
–Mamá ya vaya a descansar –decía Soponcio con infinita paciencia–. Lo que hizo en vida por mí ya es suficiente. Tiene que ir con los otros parientes.
–No mi niño –contestaba la mujer con su cavernosa voz– hasta que seas un gran escritor y te den el reconocimiento que mereces, no cualquier papelito o un dinerillo que se te va en segundos, me iré.
Entonces Soponcio seguía escribiendo. Inventaba una y otra ficción, luego hacía reversiones de las mismas. Tenía miedo de que se le acabaran la imaginación y no supiera para donde llevar las historias. Probaba miles de variantes. Todas exquisitamente ingeniosas pero ninguna lo satisfacía. Sus múltiples narraciones y revisiones se entreveraban con los bocadillos que la esmerada Altagracia Martínez le ofrecía con tanta atención; con el crepitar que hacía el espectro al tratar de mantener todo en orden y limpio. Entonces sucedió lo temido por el creador, no supo para dónde crear, y las interrupciones de su madre no paraban. La situación era insostenible y Soponcio pensó en dejar de escribir y marcharse a cualquier lugar.
–Ni se te ocurra –dijo Altagracia.
–Ni se me ocurra qué mamá –respondió en voz baja el escuálido escritor.
–Te escuché.
Soponcio pensó que se trataba de un desvarío más de su difunta madre, así que hizo caso omiso a los comentarios y emprendió el camino de salida de su casa. Deseaba respirar, sentir aire en su rostro, reconsiderar lo que escribía. En verdad el miserable de Soponcio no sabía para dónde escribir. Pero una gigantesca tortuga se plantó en su camino y no pudo pasar. "Sin duda se trata de mamá", pensó el escritor. Sin otra alternativa caminó dolorosamente de vuelta a su cuarto.
–Escribe bien, no dejes de hacerlo –dijo la aparición.
Soponcio estaba al borde de un colapso. En un acto de desesperación el escritor tomó unas impresiones en papel que había realizado de algunas de sus obras y las empezó a tragar. Luego siguió con unas novelas de autores centroamericanos. El esquelético creador tragó, tragó frenéticamente hasta que la garganta se le congestionó, hasta que sintió que el aire no llegaba a sus pulmones, hasta que esas miles de palabras impresas en celulosa transitaron a su sangre. Fue en ese preciso instante en que pensó el escritor “puedo escribir de mi madre y de mí”.



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Marca registrada.

Soponcio hace la parada al transporte colectivo y sube. Dentro de la pequeña nave viaja una infinidad de personas con distintos atavíos y humores corporales. "Si supieran quién soy dirían ", piensa el escritor. Después de unos minutos Soponcio desciende del vehículo. Camina hacia el centro comercial de Huehuetla. El creador viste un pantalón de algodón cuya textura está desgastada; una playera que anuncia un producto local para la construcción de casas; y en la cabeza porta una gorra del sindicato de docentes de Huehuetla, sindicato al que no está incorporado. El insigne creador llega a un singular establecimiento comercial. Mira el aparador. Hay cientos de artículos –ropa, vasos, platos, gorras, llaveros, fotografías, libros y muchos más– en los que aparece la imagen de Soponcio Martínez. Soponcio Martínez es una marca registrada.–Señor, en qué le puedo ayudar –dice un jovenzuelo que viste una playera color naranja con un estampado en el pecho de Soponcio sonriendo–. ¿Busca algo en especial?–Sólo miro –responde Soponcio.–Disculpe ¿ya conoce a Soponcio? –Dice el joven. Soponcio no sabe qué decir.–Si usted recién conoce a este asombroso escritor –continúa hablando el joven– yo le puedo ayudar a profundizar en su vida y obra. Mire estas fotografías, son exclusivas. Por cierto mi nombre es Marco y con gusto le atiendo.El joven enseña a Soponcio una fotografía donde Soponcio está abrazado con Saúl, el cantante y guitarrista de los Caimanes. Marco narra una extraordinaria historia en el que la prestigiosa estrella de rock de Huehuetla y el portentoso escritor se conocen. Después el vendedor muestra un sin fin de objetos que supuestamente Soponcio empleó en ciertos momentos importantes en la creación de alguna de sus famosas ficciones. Por ejemplo el bastón de la madre del escritor, Altagracia Martínez; el smartphone en el que Soponcio escribió sus primeras microficciones; y otros increíbles objetos. Soponcio Martínez queda sorprendido por los relatos de Marco, le parece que son metaficciones del propio Soponcio. Soponcio ríe. Piensa que su compadre Cucharón Matías ha realizado un extraordinario trabajo al comercializarlo y mantener su anonimato. El creador saca unas monedas para darlas de propina. Marco mira profundamente al escritor y con la mejor de sus sonrisas dice:–Disculpe señor, no puedo aceptar. Conserve el dinero. Mejor tenga. Es cortesía de la casa.Soponcio toma el libro que le extiende el joven.–Léalo –dice el joven–, le va a cambiar la vida. Es la primera colección de cuentos de Soponcio. Soponcio inspira y verá que usted será un mejor hombre.El escritor se indigna y trata de liberarse de la absurda situación en la que se encuentra.–¿Sabes quién soy? –Dice Soponcio de manera enérgica.–No señor. Pero es un gusto conocerlo.–Soy Soponcio Martínez.–Lo siento señor –dice Marco con toda amabilidad– pero usted es el Soponcio número 25 de esta semana y le tengo que decir lo mismo que a los otros. Soponcio Martínez es una marca registrada. Si usted intenta lucrar con el nombre se verá en serios problemas legales.–Sí –dice Soponcio de manera mecánica, no esperaba algo así.– ¿Es usted profesor?–Cómo lo supo.–Por la gorra.–Pero yo... –balbucea Soponcio.–Hágame caso señor –dice Marco–. Usted me cayó bien. Lea a Soponcio y mejore su vida. Tal vez hasta sea un mejor docente, le hace falta a Huehuetla.Soponcio ya no habla, sonríe y se retira de la tienda en silencio con uno de sus libros bajo el brazo. Piensa que tal vez el joven tenga razón.




Más del universo literario del autor en:
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viernes, 19 de abril de 2013

María Ibarra


EL RUIDO DEL AGUA

¿Qué hacés acá sentado con todos estos perros?, me preguntó una vieja.
Se me escapó un perro, contesté.
¿Estos perros son tuyos o los paseás?
Los paseo.
¿Y hace mucho que se te escapó?
Hace un rato, diez minutos.
¿Y qué hacés que no lo vas a buscar, hijo de Dios?
Es muy rápido, no lo voy a alcanzar.
Yo recién vi un perro comiéndose un gato. Un gatito, un bebé. ¿No será el tuyo, no?
¿Cómo era?
Era un monstruo. Quise llamar a la policía pero mi nieta odia a la policía y no me dejó. Tuve que salir a la calle, a respirar un poco. No sé para qué una cría una familia, para esto. Y ese perro ahí, dando vueltas, matando gatitos… parecía un animal de otro planeta.
Entonces debe ser él.
¿Y qué hacés acá sentado, querido? ¡Anda a buscarlo, es tu responsabilidad!
Tuve un presentimiento y corrí sin parar hasta el río. Vi a mi perro cerca de la orilla, ladrándole a la corriente luminosa. Tenía el hocico salpicado de sangre.
Mataste un gato, perro hijo de puta, le dije.
Era el gato o yo, dijo él.
¿Cómo? ¿Cómo que el gato o vos?
Era el gato o yo, volvió a decir.
Una fuerza, un ruido agitó el agua. Un ruido insportable que nos dejó sin palabras.





SENTIRES RAROS PERO COPADOS

Una vez me metí un perro entre pecho y espalda.
Se llamaba Tyson y su dueña me pidió que lo llevara a casa de una perra, para que la sirviera. Tyson estuvo de mal humor durante toda la caminata. No quiso entrar en la casa y tuve que llevarlo a rastras hasta el jardín.
No será puto ese animal, dijo el dueño de la perra, riéndose.
¡No soy puto!, gritó Tyson. ¿Por qué no te la cogés vos a tu perra?
La perra se revolcaba entre los canteros, mostrando la panza.
¿Cómo dijiste?
Dije que te la cojas vos a tu perra, gordo pelotudo.
¿Cómo? ¡A mí ningún maricón me falta el respeto!
Está bien, dije interponiéndome, Tyson está cansado, venimos otro día.
No voy a volver nunca, cójansela ustedes.
Tyson saltó la reja y desapareció.
Y justo Tyson le van a poner, flor de puto, se burló el tipo manoteándose el bulto.
Encontré a Tyson en la plaza del barrio, jugando con una banda de perros de la calle. Le hice señas con la correa y me ignoró. Uno de los perros se encaró conmigo en su lugar.
A ver si te llevás a tu perro de acá, que es un denso ese animal.
No creo que pueda. No quiere venir.
Tyson saltaba y tiraba tarascones en son de paz pero el resto del grupo se dispersaba, agotado.
Te vinieron a buscar, loco, andate de una vez, le dijo el perro que me había hablado.
No quiero irme, yo me quedo con ustedes.
Pero nosotros no te queremos. Volvé a tu casa, pajero.
Las casas están todas gastadas, ¡no tienen más nada que ver conmigo! Déjenme que me quede en la plaza por lo menos, no me importa que no me quieran.
Tyson, vení conmigo, le pedí. ¿Qué vas a comer? ¿Quién te va a curar si te enfermás?
Escuchalo a tu dueño y andate.
No es mi dueño, yo soy mi dueño. Tengo sentires raros pero copados. Tengo sueños sofisticados y un destino especial. Así que váyanse todos a la mierda.  Soy mejor que él y mejor que ustedes y me voy a quedar donde se me antoje el orto.
La jauría, despabilada por el agravio verbal se le vino al humo. Yo me tiré encima de Tyson y lo cubrí con todo mi cuerpo.
¿Qué hacés, boludo?
Te cuido, Tyson.
Yo me los banco solo.
Ellos también son especiales, te van a destrozar.
Lo imanté con mi olor y lo absorbí por los poros abiertos hasta encajarlo entre mis arterias.
No entiendo por qué hacés esto, me dijo ya más tranquilo.
Porque creo y siento igual que vos, le contesté, bancándome la paliza con su mismo orgullo.


CORRO, NO CORRO, DICE LA SANGRE


¿Quién me legitima? ¿Quién dice que vale la pena que abra la boca? ¿Que anote, que mire a los demás y anote? ¿Que saque conclusiones cada vez más en punta?
No es uno solo el que se adjudica mi permiso. Pero actúa como uno, un organismo. Por encima y por dentro de todos y es viejo como la sangre. Es el papá de la criatura.
¿Por qué entonces no puedo vivir al ritmo de mi propia sangre? Es una sensación, es discutible. Como el tiempo, la sangre corre como el tiempo, lento o rápido depende de uno, del fastidio, del cagazo.
Entonces pongamos que voy por detrás. Cansada, desfasada. El colectivo cada vez más despacio. La concha de tu hermana, chofer. Qué jodido ir por detrás de tu biorritmo, de tus necesidades. Miro por la ventanilla, qué despacio va todo. Menos los árboles. Los árboles corren independientes del velocímetro. ¿Qué será? El poder de la voluntad. Un principio subversivo, una magia. Estoy re cansada de la magia también.
Después llego donde sea que tengo que llegar, me siento de nuevo, o me paro. Hago lo que tengo que hacer. Espiada por la sangre que se queja de lo lento que voy. Qué poco progresaste. Qué mal que invertiste tu talento. Es culpa del colectivo de mierda, pienso. Y del poco permiso que me dieron. Es culpa de los padres. Del padre del colectivo.
No, me dice la sangre. No es culpa de nadie. Fijate bien, boluda, no hay nadie.
Es verdad, no hay nadie. Todo lleno de árboles y sin nadie.