miércoles, 15 de junio de 2011

Henríquez

adiós al frankenstein de ciudadela


hola frank,

siempre que pasamos por ahí

nos devolviste

una mirada

segura

triste

tranquila

enmarcada por dos tornillos

que eran como el este y el oeste,

un poco desenroscados por el amor

por el estudio silencioso, el trabajo en el amor

motivos aparentemente triviales, incandescentes,

entre la frontera de la realidad

y las nubes deformes de ciudadela…



imposible saber

si gozaste alguna vez

la suerte azarosa

de los principiantes y los enamorados…



sólo como un cartel en segunda rivadavia

fuiste un buen compañero, frank

uno ausente y afectivo

lluvioso

y pálido

en la noche bonaerense.



pero la capital es como la nada, frank…

un monstruo sin gracia

que te jubila.



adiós, amigo,

sin dudas fuiste

lo más cerca que estuve,

de mary shelley.

miércoles, 1 de junio de 2011

Fabricio Lupi - Río Segundo,provincia de Córdoba.

Los cantores de medianoche.

Los cantores eran cuatro. Eran jóvenes, aunque no tan apuestos. Constituían un pequeño grupo de miscelánea de razas. Estaba el negro, el colorado, el rubio y el trigueño. No eran ricos; apenas tenían para sobrevivir. Pero eso no le quitaba lo felices que se sentían, porque hacían lo que les gustaba. afirmaban con gran certeza y convicción. Eran solteros; aunque no les faltaban mujeres. Con sus cantos enamoraban a más de una muchacha, y todos nosotros, que nos creíamos más populares, y además, absurdamente más apuestos, nos quedábamos boquiabiertos cuando veíamos al negro pasar con una hermosa rubia de ojos saltones; o al colorado con una trigueña que partía la tierra; o al rubio con una mujer veinte años mayor y no por eso menos bella, y muy adinerada; o al trigueño con una muchachita con altas probabilidades de virginidad. Era increíble como las muchachas los seguían (aunque no eran muy apuestos, ni ricos, ni nada. Simplemente cantaban, porque amaban hacer eso). Pese a todas sus características desfavorables que he resaltado anteriormente, debo admitir que cuando cantaban lo hacían muy bien. Sus repertorios eran variados y muy dinámicos: desde boleros hasta música latina, pero siempre adaptadas a sus particulares estilos. Durante el día vagaban por las calles, ensayaban, compartían charlas con otros amigos, o estaban con sus novias de turno. A ellos no les atraía el compromiso, simplemente les gustaban las mujeres y no se conformaban con una sola. Lo máximo que duraban sus relaciones eran uno o dos meses, exagerando. Lo bueno que tenían era la franqueza con la que se dirigían a ellas: nunca les prometían nada; desde el comienzo sabían que solo serían para los cantores una aventura; a nosotros nos daba mucha bronca eso. Nos suponíamos más guapos, más ricos, más dispuestos al compromiso; pero las chicas preferían ir con ellos; no podíamos aceptarlo. Los cantores tenían magia, simpatía, aunque no eran inteligentes. Sus anhelos no iban más allá de la diminuta carrera artística que habían proyectado, pudiendo llegar al estrellato, ganar mucho dinero, y por ende, conseguir más mujeres de las que ya tenían. Pero a ellos nada de eso les importaba. Eran felices salir a la medianoche, golpear la puerta de la casa de alguna muchacha asignada, y brindarle una serenata de la que ella no se olvidaría nuca jamás. Combinaban dos pasiones al mismo tiempo y con el mismo esfuerzo. No había mujer que se les resistiera; aunque no eran muy apuestos ni ricos ni inteligentes.
Para ganarse el pan, día por medio asistían a un punto, que siempre era el mismo, en la peatonal de la ciudad y allí cantaban para todo el público: grandes, chicos, todo aquel que pasara por el lugar. La gente se detenía a mirarlos, les dejaban buenas propinas, las chicas, que en mucho de los casos no eran tan chicas, les presumían, les hacían caritas, se sonrojaban como si los cantores de medianoche les estuvieran cantando específicamente a ellas. Muchas veces, abandonaban antes de tiempo la estadía en la peatonal porque algunos de los integrantes del grupo conseguían una cita imprevista, o alguna mujer hacía una propuesta de paseo, tomar unas copas; que seguramente, más tarde, terminarían en la cama de algún hotel; o cuando se trataba de una mujer mayor, terminaban en la cama matrimonial de ellas.
Algunos los llamaban los cantores de medianoche, porque esa era la hora precisa que salían a brindar serenatas; otros los llamaban los amantes del pueblo, porque había un alto grado de probabilidad de que la mayor cantidad de infidelidad que se daba en la pequeña ciudad, ellos eran partícipes, por lo menos en un cincuenta por ciento. Todos nosotros, aunque no los queríamos, en el fondo, reservadamente, los admirábamos. Especialmente yo, que siempre fui un tipo al que no le agradaba la discordia; siempre fui muy amiguero, así fuesen los cantores de medianoche, que en más de una vez me sisaron alguna de mis pretendidas. Sinceramente no me importaba; en realidad, a mí tampoco me gustaba el compromiso.
Los cantores de medianoche conquistaban a todo tipo de mujer; aunque no eran muy guapos, ni ricos ni inteligentes ni leales.