sábado, 12 de noviembre de 2011

Laura Cherre




Titulo: Pensamiento de Isis - Medidas: 40cm x 55cm




Titulo: La múltiple personalidad humana - Medidas: 45cm x 70cm




Titulo: Alucinaciones de un viajante - Medidas: 70cm x 100cm




Titulo: Ábrete paso hacia el otro lado - Técnica: Oleo sobre tela
Medidas: 100cm x 110cm






Titulo: La Sombra de lo que alguna vez fue - Técnica: oleo sobre chapadur





Titulo: Nadie se ha acercado tanto a nosotros






Titulo: Saliendo del capullo - medidas: 50cm x 70cm

martes, 1 de noviembre de 2011

Luis Bernardo Rodríguez - Montevideo, Uruguay

La Escalera

sonreirán, de cierta manera…
Yo no sabré dónde meterme…
Tú estarás lejos… Lloraré…
Y hasta es posible que me muera…
Guillaume Apollinaire - "Caligramas
"






Apoya
la sudorosa
mano en la baranda,
coloca con decisión un pie
para comenzar el ascenso hacia
su hogar. Observa la escalera, desde
su perspectiva, como algo infinito y cruel.

Milton Segovia nunca imaginó, cuánto lo alteraría, el inesperado mensaje de texto de su esposa.
A punto de marcar la entrada en su trabajo, el móvil suena advirtiendo el mensaje. Leyó inicialmente, con indiferencia, los caracteres en la pantalla: Sí, veníte. Mi marido ya se fue.
Con celeridad, las máquinas de la duda comenzaron a funcionar en él. El mecanismo una vez que arranca es imposible detener, luego, por inercia escaba con exactitud cada rincón hasta el momento seguro. El resultado es que nada se sostiene firme como antes.

Presuroso decide comunicar en la oficina de personal, que no se dispone a realizar la jornada por cuestiones familiares. Durante el trayecto, de regreso al hogar, no pensó absolutamente en nada, solo en llegar lo más pronto posible.
Abrió la puerta del edificio, y a tres pisos se encontraba de lo que suponía sería la escena más dolorosa de su vida. Para prolongar la agonía; la fortuna le daría la espalda, informándole con un cartel que el ascensor no se encontraba en funcionamiento.
El primer movimiento para subir, le pareció como una puntada que lo electrizó. Le atravesó el cuerpo; un hormigueo en la planta del pié, se transformaba en un latigazo en la espalda, hasta llegar a su cabeza que era un hervidero de frustración, ira y reproches.

Algo se hallaba defectuoso en su relación sin poder asegurarlo, pero lo palpitaba. De la inicial negación, a la actual situación, había comenzado a sumar motivos como escalones iba ascendiendo.
Su mujer se encontraba exactamente igual a como la había conocido, ni un gramo más, ni un gramo menos. Admiraba su constancia en las ceremonias que ejecutaba para mantener su belleza. El tiempo frente al espejo desmaquillándose, emulsionando su rostro y cuerpo para mantenerlo firme, las horas de gimnasio y los constantes cambios a su vestuario y cabellera. Si lo hacía por él, realmente, no estaba seguro. Notaba esa dedicación, reflexionó, porque en vez de haber sido simple espectador, nunca protagonizó un elogio para ella y su arte de contrarrestar el tiempo. Milton Segovia pensaba en su rutina de cuidado personal, afeitarse y loción para suavizar el rostro, qué más puede y debe hacer un hombre.

Llegando al primer descanso pensó en encender un cigarrillo. Hace quince años que lo acompaña esta debilidad por el tabaco. Solía ser el humo saliente de su boca, toda la presión diaria, que lo desbordaba y lograba expulsar. Se acordó de la disposición, que el consorcio del edificio había aprobado acerca de la prohibición. Se lamentaba haberse ausentado en la votación, en la que se hubiera manifestado en contra. Su mujer siempre asistía a las reuniones. Ella era activa, siempre llena de energía, mágicamente desgranaba el tiempo para agregar una tarea extra a su apretada agenda.

Un leve mareo empezó a traspasar los límites de la normalidad, pensó en la lógica de su agitación, pero lo que experimentaba era vértigo. Algo curioso es que nunca sintió miedo a las alturas. Al apoyarse y dar un vistazo, desde la elevación del recorrido realizado, observó el vacio que le provocó la inestabilidad. Con la ropa totalmente empapada de sudor, ceñida al torso, se sentía incómodo y sofocándose. Mientras en su mente brotaban nuevos pensamientos llenos de desconfianza y temor.
Hilvanaba motivos para su esposa infiel y le sobraban. Sentía que el amor inicial se había contagiado de rutina y sometimiento, quizás, se había degradado a un cariño o un simple apego, y no sabía muy bien cómo explicarlo. Lo cierto, es que hacía meses que sus cuerpos no se frecuentaban, no se hallaban con esa ansiedad de encontrar algo debajo de la piel. El deseo pasó a un estado de nostalgia, como un vocablo que se entiende por definición pero no su realidad en acción. Una gran pena lo embargaba cada vez que el ritual se ponía en práctica, las caricias, los besos y luego nada. No respondía a los estímulos y él la contemplaba con increíble fascinación, adoraba ese cuerpo (si se permite la expresión) que le pertenecía para gozarlo, porque siempre tendría el consentimiento, pero simplemente algo no estaba bien.

Un piso más faltaba y que hubiera deseado no alcanzar. Quedaría ante el umbral de la más humillante escena. Pensó en Ariel, su amigo, que había desparecido de su entorno, de repente, y sin aviso. En un par de ocasiones que lo encontró en la calle le repitió la invitación de reunirse, como antes lo hacían, quizás estaba a punto de descubrir el motivo de los desaires. Él mismo intuía que sería demasiado descaro en el hipotético caso de que su palpitación estuviera en lo correcto. Cómo podría Ariel, su viejo amigo, sostenerle la mirada; charlar de banalidades mientras cenan juntos o beben vino en la sala de su hogar.
Nada importaba, quería llegar en ese instante. A partir de ahí, una nueva vida o la incertidumbre. La verdad le daría la posibilidad de respirar ese aire que le estaba faltando. Era un sonoro engranaje, sus pulmones, que luchaban por tomar oxígeno. Sabía que era miedo lo que estaba respirando y que la cobardía también es una opción. Dar la vuelta y perdonar la traición simulando un “aquí nunca pasó nada”.
No podía dejarlo pasar. No aceptaba que fuese en su propia casa; en su cama o en el sillón que solía pasar horas viendo televisión, leyendo o cerrando los ojos para descansar, luego, de almorzar.
Veía muy lejano a ese hombre sedentario que reflejaba el espejo. Algo debía cambiar, tanto tiempo estático lo había amortajado, y un vuelco radical en sus costumbres parecía el mejor consejo.

Llegando al último escalón vislumbra la puerta. Como la primera vez que llegaron, junto a su mujer, tan solo para echarle un vistazo y terminaron por decidir, que ese apartamento, sería el hogar que durante meses estuvieron buscando. Ahora, algo lo sujetaba, creyó imaginarse una fuerte presión que le impedía continuar, algo invisible, que le agarraba el brazo izquierdo. Como un peso que lo adormece, pidiendo que reflexione o le advierte que no continúe.
Todas las dudas, los miedos y sus errores le sujetaban el pecho. Introducen una mano intangible que aprieta alrededor de su fatigado corazón, que explota, en el momento en que tropieza para ofrecer su voluminoso cuerpo tendido en la entrada al hogar.

Nada parecía
consolar a la mujer
que encuentra a su marido
muerto a los pies de la escalera.
Su amiga que la acompañaba, llama a
los vecinos y paramédicos, que llegan sin
poder hacer nada. Se escuchan las fuertes pisadas
aproximándose. Nacen lamentos por un hombre tan joven,
que podía haberse evitado este trágico desenlace precipitado.


Comodines negros

En el canal setenta y dos del cable no se ve nada interesante, solo la aburrida señal que promociona los otros canales, sus horarios y el silencio. Ni siquiera son capaces de amenizar la inocua transmisión con algo de música.
Obviamente, es una opción descartable para la madrugada de un fin de semana, pero de todas formas, ese sábado el canal setenta y dos nos acompañaba con su tenue luminosidad en el comedor.
Estaba junto a mi novia y mi dos mejores amigos. Supongo, que lo dejamos encendido para no distraernos de nuestro juego de barajas, que habíamos empezado luego de declinar la posibilidad de salir a bailar. La causa era el cansancio acumulado, debido a las jornadas laborales y los cursos extenuantes de nuestras carreras.

Barajo el mazo de naipes y empiezo a repartir. Varios cortes después, mis amigos y mi prometida, me aventajan al punto de quedar fuera de la partida. Con desdén miro la pantalla, trato de apartar la vista de las siete cartas que el azar había depositado en mis manos, quizás, para lograr claridad en la ejecución de las jugadas. Las apuestas no eran unas cifras atractivas, apenas unas monedas conformaban el pozo. Siempre estaba en juego querer superarse los unos a los otros, en estas instancias, que cada tanto se presentaban.
Me sorprendió, casi al borde del susto, que en la pantalla en vez del logo clásico del cable y los anuncios, se configurara la imagen distorsionada de un rostro. Sentí que se me nublaba la vista, me esforcé en fijar más la atención, y pude verificar no solo la imagen, sino que además; me ofrecía una desdibujada sonrisa, algo macabro que me hizo salir del letargo en el que hacía un rato me hallaba. Luego, en los labios de esa cara se atraviesa un dedo como pidiendo confidencialidad. En ese instante, mis acompañantes que estaban de espalas al televisor giran para observar que era lo que llamaba mi atención. Mi pareja me pregunta si me encuentro bien, y solo contesto: -¿Vieron eso?
Sus miradas se cruzaron para interrogarme, qué era lo que se habían perdido. Entendí que, inclusive, mirando directamente no podían percibir la imagen que seguía instalada en la pantalla. Decidí callar, irracionalmente accedí al pedido que la extraña aparición me ofrecía, y continuar con la partida. Cuando creí que la alucinación era además de persistente y solo óptica, el estupor con que recibí la voz del visitante, casi me deja al borde del desmayo. Un sonido gutural y metálico proveniente de unas fauces inverosímiles, me comunicaba que la fortuna había tocado mi puerta, y en esta noche él iba a ofrecerme los dos comodines del mazo para ganar el juego.
La pantalla quedó totalmente oscura y una línea blanca le atravesó. Luego se dividió en cuatro cuadros, como las cámaras de seguridad de un casino, donde veía con claridad las barajas de mis contrincantes y las mías. Quedé absorto ante la prueba de que el par de juegos a medio armar que tenía entre manos, eran efectivamente, las que aparecían en la pantalla. Incluso los movimientos que realicé para hacer más real esa transmisión de imágenes. Me dejé llevar por la sobrenatural situación. No quería conjeturar absolutamente nada; si el cansancio, algún alimento que ingerí, mi estado emocional se había desbordado o si iba a despertar en cualquier momento eran los causantes de tamaño absurdo. Aunque intuía algo perverso y fatal.
Antes de recomponerme o fluir ante la misteriosa presencia televisiva, mis amigos sintieron mi sobresaltado ánimo y me propusieron dejar el juego. Añadiendo, que me veía fatal de rostro. Acto seguido, negué con la cabeza y aproveché las siguientes cartas que se había desechado para formar los juegos y cortar. Luego agregué: -Vieron que no estoy tan mal-. Celebraron la ocurrencia, de a poco, ya lideraba la tabla por puntos.

Seguimos la partida y la imagen volvió, para advertirme que pronto llegaría el comodín que me haría triunfar. Seguían danzando los naipes de mano en mano, entre las miradas furtivas de los jugadores, pero me sentí fuera de ese código secreto. Excluido de esa especie de cofradía que se formaba entre mis amigos y mi pareja, parecía que algo se decían, y solo ellos tres lo captaban. Cuando llega mi turno de tomar carta, levanto del mazo una y la miro casi horrorizado. La tiro con una violencia que los asusto y los increpo:-¿Qué mierda es esto?-
Ellos observan estupefactos mi reacción. Con tono dubitativo ella contesta: - Es un seis de oro... Ricardo.
La carta era una fotografía, otra muestra sádica del ser que me venía advirtiendo lo que deseaba mostrarme. En ella aparecía mi mujer liviana de ropas tirada en una cama. Las sucesivas cartas que descartaban en la mesa ampliaban la secuencia. La protagonizaban ella con mis dos mejores amigos. Fotografías en la que ellos la acariciaban, besaban, y lucía el rostro complacido y lujurioso de una mujer, que cedía a la pasión del retorcido placer de la infidelidad. La sangre me hervía y sonaba las pulsaciones de la rabia, cuando ejerce presión en las sienes. Internamente me obligaba a defenderme de este ataque. Invoqué la posibilidad de que era un truco para hacerme perder todo rastro racionalidad.
La voz parecía irascible y gritó: - No es ningún truco, mira si no crees en mí-
Volvió a desaparecer y se proyectaron las mismas fotografías pero en movimiento, un video casero de ese encuentro.
Aprovecharon, sin dudas, mi ausencia por los turnos en el hospital, que cada vez eran más largos a medida que finalizaba el semestre de mi postgrado.
Acababa de rebelarse esos momentos de la grabación; la risa de ella, los gemidos, los cuerpos confundiéndose, cambiándose de posición para turnarse el placer que ella les ofrecía. Sentía la presencia en toda la casa, la respiraba y exhalaba. Un gusto a hiel me generaba asco, y la voz retoma la palabra que estallaba en mi mente.
- Todo se encuentra en móvil de tu amigo, decídete pronto, creo que es hora de realizar el corte final-.

Me incorporé de la silla para servirles algo de beber. Antes, busqué en mi maletín lo que incorporaría en los tragos, bebimos y me mantuve callado hasta que surtió efecto la droga en sus cuerpos. Somnolientos y manipulables, decidí aplicarles otra dosis pero por vía intravenosa. Rompí las ampollas que afortunadamente portaba en el neceser que había robado de la farmacia. Realicé mi sanguinolento trabajo, sin poder creer lo certero de mi pulso, luego de la miscelánea de emociones por la que transité.
Me retiré de mi casa con el tenue sol que secaba la lluvia de la calle, ni me había percatado de la tormenta que se desató durante las últimas horas. Había tomado algo de dinero y pensaba dirigirme a un hotel. Me llevé el móvil donde estaba la grabación.
Espero en el sucio cuarto la llegada de mis captores. Sé que me aguarda un giro inesperado en este juego. Suena el teléfono, mientras me acompaña la televisión encendida que sintonicé apenas llegué al hotel, la llamada entrante es anónima. Estoy ansioso por las nuevas órdenes y por tomar otra carta del mazo.