miércoles, 19 de septiembre de 2012

Eliana Silva




De manias y odios. 
 
Con el tiempo desarrollé una fascinación por ciertas palabras. Más que nada conectores, adjetivos y adverbios. Por ende, en demasía, no obstante lo cual son algunas de mis favoritas. Me encanta como suena. No obbbbstante. Una profesora que tuve en la UBA decía que esto pasa cuando empezamos a pensar como escritores. Yo creo que en realidad es que estoy perdiendo la cordura. Los esquizofrénicos humanizan los números y yo me encariño con las palabras. No me parece que haya mucha diferencia.

Contrario a lo que a mí me pasa, tengo una amiga que odia algunas palabras. Su problema es con maya, cena y pieza. Ella tiene sus razones, pero igual eso no quita que está loca. Esto me lleva a pensar que todos tenemos nuestras manías. Una persona sin excentricidades no es interesante. No tiene nada que contar. Por esto es que no nos deberíamos avergonzar. Hay que aceptarlas y reconocerlas. Mostrarlas como parte de lo que nos define. Nos podemos llevar la sorpresa de que no somos los únicos.

De chica yo tenía la costumbre de contar los pasos que hacía para asegurarme de que fueran pares. Tenía miedo de gastar una suela más que otra. Aseguro que ya lo superé. Ahora se me da por hacer otras cosas. Por ejemplo, ordenar la mesa de determinada forma. Cuando como sola la bebida y los cubiertos tiene que ir a la derecha, el vaso en frente mío y los condimentos como mayonesa o mostaza y las guarniciones o fuentes a la derecha. Si necesito sal o aceite, estos los pongo a mi izquierda. Después, una vez que la comida está servida, las ensaladas, puré y demás van en la parte superior del plato y el resto en la parte inferior. Si no acomodo las cosas así el mundo explota. Así que en realidad lo hago por todos ustedes. Creo que esta es mi máxima excentricidad. Juro que no tengo nada más extraño que esto salvo acomodar las perchas de forma tal que queden mirando todas para el mismo lado y organizar las remeras de acuerdo al estilo. Primero vienen las remeras de manga corta, después las de manga larga. Siguen las camisolas, las camisas y los vestidos de día. Los zapatos van apilados en cajas de mayor a menor y por color. Si están alguien puede morir.

Otra cosa que no tolero son las lágrimas. Y no porque soy totalmente incapaz de consolar a alguien, cosa que es verdad. Directamente me producen asco. No solo las ajenas, las propias también. No tolero cuando se escurren por las grietas de los labios lastimados. Te hacen arder y te dan más ganas de llorar. Comienza así un círculo vicioso. Tampoco puede ver cuando caen por la cara, dejando marcado un surco de agua salada mezclada con maquillaje, para después estrellarse contra la ropa. Me produce nauseas. Las lágrimas me hacen pensar en transpiración. Esos dos tipos de agua deben venir del mismo lado. Por eso no abrazo a mis amigas cuando lloran. No lo soporto. Me pasa algo parecido con el agua de lluvia. Me desespera que me caiga en la cara o me moje el pelo. Después quedo todo el día con una sensación de humedad, pesadez y pegote alrededor del cuerpo. A nadie le gusta eso. Por eso me enerva la gente que camina por la calle sin paraguas. No creo que nadie disfrute de mojarse la ropa y pasar frío todo el día. Esas ganas de mostrarse falsamente despreocupados sacan lo peor de mí. ¿Querés hacerte el loco? Patea un perro pero no camines debajo de la lluvia porque me pone loca.

También tengo la costumbre de morderme los labios. Lo hago cuando estoy nerviosa. O ansiosa. O aburrida. En realidad, lo hago todo el tiempo. A veces llego a hacerme sangrar. Después juego con la piel lastimada. Puede ser un poco morboso, pero todos tenemos un lado masoquista y retorcido solo que el mío se presenta con asiduidad. También tengo una cosa por hacer listas. Hago listas de todo. Libros que quiero leer, películas que tengo que mirar, ropa que me quiero comprar, países que debería buscar en Wikipedia porque ni sabía que existían y hasta partes del cuerpo que tengo que depilarme. Supongo que es un pobre intento por tener algo de control sobre la vida, que nunca sé cuando se me va a volver en contra. Va de la mano con ser obsesiva y controladora.

Igual sé que no soy la única. Todos tenemos lo nuestro. Me acuerdo que una vez salí con un flaco que tenía que poner el atado de cigarrillos boca abajo, con el encendedor encima y en diagonal. Nunca me hice problema por eso. Tendría que haber prestado atención a las señales. También tuve una cuñada que no comía pescado porque le daban lástima los peces. Ni las vacas, ni los chanchitos ni los pollitos, solo los peces. Nadie se salva de estas cosas. Yo no me preocupo por cambiarlas. Creo que me hacen más querible y no me dejan olvidar que soy humana.
 
 
 
Pasada por agua.
 
 
Tomé la campera roja que estaba sin vida sobre el sillón y me marché dando un portazo. Caminé a paso ligero sin rumbo entre la niebla, por las calles grises, entre adoquines sueltos y edificios viejos. Las lágrimas negras salían a cantaros de mis ojos inyectados en sangre, por si solas. Rodaban por mis mejillas de muñeca hasta estrellarse contra mi abrigo, dejando un lamparón salado en la tela. Como odio las lágrimas, por suerte empezó a llover. Las gotas se mezclaron con el llanto rabioso y ya no sentí el agua salina meterse entre las comisuras de mis labios partidos. Busqué en los bolsillos el paquete de cigarros empezado. Saqué uno con cuidado para que no se mojara y busqué refugio bajo un viejo alero del que colgaban helechos. Mientras fumaba, me quedé contemplando la calle desierta el tiempo que dura la eternidad, hasta que mi cabeza confundida empezó a aclararse y puede concentrarme en pequeñas cosas, como el rebote de las gotas de lluvia en la zanja sucia, el ruido de un perro callejero rascándose las pulgas o la respuesta a por qué la vida es tan jodidamente complicada y no se puede confiar en nadie. Un ardor en la mano derecha me sacó del trance. Suspiré y apagué el cigarrillo, que se había consumido hasta el filtro. Comencé a caminar, esta vez con rumbo. Seguí con los ojos el ritmo de mis zapatillas mojadas y los jeans rotos empapados hasta la pantorrilla. No levanté la mirada ni una vez porque sabía a dónde iba y cómo llegar. Doble a la derecha y crucé la inmensa plaza que se erguía victoriosa, alegre y verde, entre tanto gris desolador. Me acerqué a las hamacas y me senté en una de ellas. Mis pies apenas rozaban el barrial que se había formaba abajo del juego. Comencé a impulsarme con fuerza y no me detuve hasta sentir la presión del aire en la sien. Sonó el celular, pero no lo atendí. Apesar del mareo, el frío y la lluvia decidí que no había suficientes motivos para volver. Así que me quedé allí toda la noche, hamacándome entre el viento. Sin saber por qué me sentí feliz, y entonces sonreí.
 
 
Cuestiones de género.
 
Acabemos ya con los mitos que rodean al género femenino. Basta de mentiras. Las minas estamos locas. Digamoslo de una vez. Si te calza el sombrero, ponetelo. Somos histéricas y no hay vuelta que darle. Como los hombres tienen la facilidad de estacionar en tres maniobras y de prender el fuego para el asado, nosotras somos buenas obsesionándonos con las cosas e hinchando las pelotas. Es como un deporte ya. Nuestra misión en la vida es acecharlos escondidas entre los yuyos y cuando están distraídos saltarles a la yugular y casarlos (si si, casarlos con S de caSamiento y de pSicópata). La verdad es que damos un poco de miedo. Ahora bien, suponer que estas cualidades, que si se las mira de lejos pueden resultar un tanto simpáticas y hacernos más queribles, son algo innato de nuestro sexo, como si estuviese metido en nuestro ADN, es una lectura muy simplificadora de la cuestión. ¿Quieren saber porque somos lo que somos? ¿Neuróticas, fantasiosas, inestables y desesperadas? Porque nuestro primer juguete fue un bebote al que le teníamos que dar de comer y cambiarle los pañales. Por eso. ¿Cómo? Si si, como leyeron. Déjenme que me explique. Mientras los hombres jugaban con tecnología de punta como espadas con luces de colores o lavaderos de autos que largaban espumita y todo, a nosotras nos sentaban en el patio con una plancha de plástico rosa y nos ponían a laburar como negras para un esposo y tres hijos imaginarios. Desde temprana edad nos meten en la cabeza no tanto la idea de la mujer que cuida a su familia, sino más bien la idea de familia misma. Desde los inicios mismos de la humanidad, nuestra función social fue unida a la biológica. La mujer fue entrenada para cumplir el rol de perpetuadora de la especia. Rol que debe desarrollar en un período no mayor a los treinta años. Nuestra vida es definida en términos de “Incubar o morir”. Pero ahora los hombres están en locos, se hacen los difíciles, ¿y qué se supone que hagamos nosotras? ¡¿Eh?! ¿Tirar todos estos años de enseñanza a la basura? ¿Cómo podemos superar estos esquemas mentales inculcados nada más y nada menos que por la sociedad misma que por más de treinta mil años nos viene diciendo que el reloj biológico nos hace tic tac y que si para los treinta no conseguimos un tipo somos desperdicio del sistema y vamos a terminar tomando Rivotril, vistiendo una bata rosa llena de pelos de gato y mirando María, la del barrio? Mirá lo que el mundo nos hizo, ¿y todavía pretenden que seamos funcionales? Frente a esto hay dos opciones: una es revelarse y decirle no al status quo. La otra es aceptar que las cosas son como son y meter la cabeza en el horno para terminar de una vez por todas con esto.
Algunas optamos por la primera. En realidad es un estadío de desesperación y necesidad de contacto humano constante disfrazado de feminismo, independencia y promiscuidad, pero mezclado con alcohol funciona bastante bien. Somos muchas las que optamos por el camino de la independencia y la libidinosidad pero, como todo en la vida, tiene su contracara. Una contracara un tanto irónica. O sea, nos salió el tiro por la culata. En la búsqueda de la independencia cometimos un grave error. Cedimos al hombre el poder, la posibilidad de decir que no. El problema es que si bien perdimos el control, no el buen gusto. Entonces seguimos sin conformarnos con cualquiera y por eso terminamos todas las noches volviéndonos a casa solas. En esta tendencia nueva de liberación sexual y de todos contra todos los hombres tiene una oferta nunca antes vista de mujeres intentando demostrar que pueden ser tan inmorales y descorazonados como ellos y otras tantas que luchan contra conflictos paternales no resueltos. Esto es: hay mucha mina suelta y regalada. Haciendo uso del gran recurso literario que es la analogía, si vos vas a un tenedor libre, ¿Qué haces? ¿Te pegas un atracón con cinco platos de pastas o comes un poco de pollo, otro poco de carne asada y una cazuelita de mariscos? A los hombres no les importa que el plato de pastas sea un ñoqui tricolor con salsa de autor y que el pescado esté rancio. Ellos les entran por igual. Las mujeres somos más exigentes. Entonces volverse a casa acompañada es hoy una odisea. Un prospecto relativamente potable tiene la posibilidad de elegir a casi cualquier espécimen femenino del lugar y él lo sabe y como él tiene el poder, va a ser él el que va a elegir. Muy poco probable es que se lleve a todas las minas del boliche. Menos probable aún es que vos estés dentro de ese grupo. Perdón, pero así es la vida. A las mujeres inteligentes nos toca la soledad. Es karma. Y si encima buscas, justamente, un pibe con cerebro, y de esos sí que no sé si quedan, estás destinada a gastar mucha plata en pilas para superar largas noches de soledad.
En síntesis, mientras los hombres se pueden volver con lo que sea, nosotras tenemos que volvernos no solo con alguien al que le gustemos, sino que también nos guste a nosotras. Y como yo soy muy indecisa elijo volverme sola. Si, es mi elección (esa es mi historia y la voy a mantener). ¿Qué saqué en limpio de todo esto? Que me equivoqué de bando. Lo que queda es abrir el paso del gas, meter la cabeza en el horno y acabar de una vez por todas con esto.
 

martes, 11 de septiembre de 2012

Alina Velazco-Ramos - Mexico


 

 

Poesía

 

Escritora nacida en México D.F. radicó en Colima de 2003 a julio de 2012 y a partir de esa fecha, en Tlajomulco de Zúñiga, Jal. Felina, enamorada eterna de la ilusión del amor y de su muso inspirador, Luis Gil. Ex fumadora empedernida en no regresar al vicio. A veces madrastra y siempre mami de Imma Reyes. Amante de la pizza, las palomitas de maíz, el cine, la lectura y la vida en general.

 

Ha participado en lecturas en diversos foros: Noches de Luna llena de la Secretaría de Cultura del Estado de Colima, Encuentro de escritores colimenses en Coquimatlán, Noches Líricas Musicales del PRI Villa de Álvarez, Maratón de Lectura Simultánea en Voz Alta convocada por la Feria del Libro de Guadalajara FIL, Banquete de poesía: Ágape, Eros y Filia, Maratón de Poesía en FARO de Oriente D.F. Encuentro de Poesía Joven Colima, Lectura de la Antología Poética Amor, Delirios y Delicias; entre otros.

 

Estudió el Diplomado en Creación Literaria del Instituto Nacional de Bellas Artes y un taller de elaboración de telescopios en la Casa de la Cultura Colima. Actualmente estudia la Licenciatura en línea en Desarrollo Comunitario de ESAD.

 

Contacto:   Mail alinahelena@hotmail.com

                   Facebook Alina Velazco-Ramos

                   Twitter @alinavelazco

                   Blog mierrcoles.blogspot.mx


 

Besa mi cuerpo.

Recórrelo centímetro a centímetro.

Inúndalo con tu olor.

Ese dulce aroma que me hace agradecer el haber nacido.

Dame vida,

hazme sentir que vale la pena continuar.

Toma todo de mi, dame todo de ti.

Crea un nuevo ser que sea mitad tu y mitad yo

mientras me acarician tus manos

y al final de todo,

bésame otra vez. 

El tigre se acerca lenta, cadenciosamente.

Decidido a atacar-dominar-someter a su hembra.

 

La hembra lo observa y espera.

 

El tigre se ve derrotado

por la mirada de un cachorro de ojos amarillos.

 

Que son su imagen y reflejo.

Tiempo de rehacerme

entre lo que queda de una gran ciudad.

Tomando los trozos que quedaron

de lo que no deseó ser parte de mi

y de una gran distancia, más que en días,

en soledades.

 

Sin llanto. Comprensión de lo incomprensible.

Respuestas certeras cómo dardos a la yugular.

Abatiendo lo poco que quedaba de mi ser etéreo.

Tirándome de lleno al suelo.

 

Tiempo de contener el amor

en la capsula de la eternidad.

Que se convierte en quizá en la otra vida

o en otro sueño se pueda derramar.

 
 

Despedida

 
Aprenderé a no sentirte cerca mío.

A no extrañar tus besos

y sobre todo,

al olvido.

 

Olvidaré que fuiste algo en mi vida,

aunque me duelas.

Aunque quiera preservarme en tu serena existencia.

 

Existiré a pesar de ti y de lo que somos.

 

Amores infinitos que en la distancia y el destierro,

Formaron uno solo hace tiempo,

en un seco aunque dulce verano.

 

En cinco días que fueron de ensueño.
 


Epitafio

 
Amé tanto, que me quedé sin fuerzas para vivir. Di todo de mí, me entregué sin reservas, fui. Procedí del modo en que me dictó el corazón y casi nunca cedí. Siempre fiel a mis convicciones, nunca a mi amante en turno. Pero jamás fui desleal. Disfruté con la misma intensidad una hora de pasión que un matrimonio de años. Fui quien quise ser. Fui.


 

Becarios

 

Infrahumanos.

Paradójico orgullo de la sociedad

pero lo más bajo también.

 

Cifras, números.

Hambre que es callada

Cada cierto tiempo con limosna.

 

Animales de carga que cada día

luchan por ser volteados a ver.

Por ser tomado en cuenta.

 

Con tantas cosas por ofrecer

pero transparentes como un fantasma olvidado.

 

Sin voz, sin voto.

Con la obligación de dar el todo

y sin la esperanza de alcanzar el infinito.

Con sueños de equidad,

que se acaban en cuanto la pesadilla de la burocracia

les despierta.

 

Así somos los becarios.

Pedro Antoniassi

Ella vendrá.



Él espera.

Le pasan, hace alrededor de unos veinte minutos sin intervalos, los niñotes que escapan de la jornada escolar. Salen riendo. Corren y gritan, como si hubiesen recuperado algo que les habían… -no digamos robado porque queda feo- …suspendido por un rato. Casi cinco horitas de religiosa educación. Él, no les presta ni un centavo de atención. Sentado en una mesa, en la vereda de una de las calles más transitadas de la ciudad, espera. Paciencia oriental. El café hace rato que perdió todo su increíble aroma, al jugo de frescas naranjas todavía le quedaba un culito; lo más espeso, lo más pulposo, el agua andaba por la mitad (ni llena ni vacía) (ni buena ni mala), las galletitas ya eran migajas, manjar para las palomas que revoloteaban. Él, todavía inmutable. Espera.
Ni bien llegó, pidió el diario, fue al baño, en cinco salió, se pidió un cortado y se sentó en la ya nombrada mesa en la vereda de una de las calles más transitadas de la ciudad. Apoyó el celular en la mesa y esperó.
La mañana pasa volando entre lagañas, bostezos y laburos atrasados. Cuando levanta la vista de la monótona pantalla y mira ese reloj centinela que todo lo vigila, se aviva que es casi la una. Momento de abandonar la espera. Sale a la calle, al igual que otras miles de personas. Se dirige a algún bolichón, más o menos confiable, a ingerir algo, más o menos confiable, que sirva de almuerzo. En el trayecto la llama. Le pasan finito las motos; pequeños monstruos de fierros prepotentes, mientras ella, con seca dulzura, lo invita a esperarla, un ratito más. “En el barcito de la esquina de casa, no salgo muy tarde” le ordena.

Él espera.

Llega el segundo café, ahora con un tostado mixto, que manía de ponerle paleta. El celular no se sacudió ni una sola vez. La tarde empezó a apretar, el frío se acercó a esta ya nombrada mesa en la vereda de una de las calles más transitadas de la ciudad, la inmensa mayoría de transeúntes ya están en el calor de sus hogares. Prometió que llegaba temprano, que esta vez llegaba. Él, con la mirada muda y la garganta cerrada, retoma la espera.


Esa magia.


Otra vez vuelve esa magia. Esa mensual y poderosa magia
El 136 vuela sobre la Rivadavia. Del Centro al Oeste. Del Oeste al Centro. Trae tierra y acentos lejanos. Devuelve maquinaria laburante. No para siempre, no frena siempre… vuela, vuela, vuela… como un gran león verde.
Cabezas cansadas, piernas dolidas, dignidad renovada. Hoy, ese día, por el que valen los otros. Llenos los bolsillos de ilusiones cortas.
De su fluorescente y rotoso andar, disfrutan esta vuelta, las almas ajadas de sacrificio diario. El paisaje de luces arrastradas dibuja: bares, negocios de ropa, de electrodomésticos, de motos, de autos, de muebles. Hoy, al alcance de sus manos. Manos ásperas, que cargan bolsas y bolsas sin nombres, multicolores, llenas de infantil emoción.
Linda la noche. Llena de estrellas. Hoy la luna ilumina a todos. Se cuela por las cortinas, filtros del polvo de calles conurbanas, su plateada sonrisa. Imaginan esos pies que pisotean barro, que esta noche el sueño va a ser hermoso. Más cercano.
La felicidad explota en cada bache, en cada esquina. Esperando a que llegue eso que siempre amaga, pero que nadie alcanza. “La fe y el esfuerzo todo puede” se escucha como mantra en estos asientos. Con eso alcanza, si vieras sus caras. Pequeña poderosa justicia.
El 136 abandona la capital y se adentra zigzagueante en suelos de casas bajas. Refugios de sueños y esperanzas, de esfuerzo y de lucha, de fe y de amor. Hoy la mesa está abundante, hoy la panza está contenta. Hoy no importa su vida efímera, su cortita alegría.
Por hoy vale esa sonrisa. Sonrisa de niño. De regalo recién recibido. Por él vale el esfuerzo. Por eso vale.


Jorgito no sabe si debe ir al “after-office” con sus nuevos compañeros.


Un poco por la timidez del recién llegado, otro poco por costumbre.
Un poco por ser petiso, otro poco por las mujeres presentes.
Un poco porque no sabe romper el hielo, otro poco por educado.
Un poco porque nunca se convenció de la camisa, otro poco porque odia las camisas.
Un poco porque dice estar gordo, otro poco porque está gordo.
Un poco porque vive con su madre, otro poco porque está cómodo.
Un poco por su celular, otro poco por el de ellos.
Un poco por los zapatos, otro poco porque es el único.
Un poco por el pibe canchero que habla fuerte, otro poco por sus chistes.
Un poco porque tiene que llegar temprano, otro poco porque nadie lo espera.
Un poco por el alcohol, otro poco por el cigarrillo.
Un poco por la música fuerte, otro poco por tener que gritar.
Un poco porque le avisaron a último momento, otro poco porque le avisaron.
Un poco porque odia los bares, otro poco porque le fascinan.
Un poco porque va ella, otro poco porque va ella.
Un poco porque siempre quiso ir en patota, otro poco porque no destaca.
Un poco porque mañana va a ser terrible despertarse, otro poco por la resaca.
Un poco porque vive en un pasajecito en Mataderos, otro poco porque nadie conoce Mataderos.
Un poco porque no cena fuera de casa, otro poco porque no sabría que pedir.
Un poco porque le da asco comer el maní, otro poco porque se roba el posavaso.
Un poco porque no sabe contar anécdotas, otro poco porque no tiene.
Un poco porque tose con el humo, otro poco porque tose con el perfume femenino.
Un poco porque es alérgico a la naftalina de los mingitorios, otro poco porque hace en el inodoro.
Un poco porque no conoce de películas, otro poco porque le gustan la de Adam Sandler.
Un poco porque no le gusta la música bolichera, otro poco porque jamás escucho un tema.
Un poco porque cuando se emociona tartamudea, otro poco porque siempre tartamudea.