domingo, 22 de junio de 2014

Martin Petrozza

SIETE MESES CON BECKY

Becky odiaba a mis amigos y a mi gata Mariana y a todo lo que tuviera que ver conmigo, incluyéndose a ella misma. Me odiaba porque vivíamos en una habitación de casa de huéspedes en la colonia Roma, y porque nuestra parte del refrigerador compartido estaba siempre llena de cerveza o vacía en su totalidad. También odiaba la casa de huéspedes y a los huéspedes, y a las cajas vacías de cigarrillos que yo dejaba por toda la habitación, y a los ceniceros abarrotados de colillas como montañas que solía coleccionar en la cornisa de la ventana.

      Me enrollé con Becky después de terminar mi relación con una chica de Satélite a la que dejé de ver porque el recorrido hasta el Estado era una penitencia que no estaba dispuesto a sufrir por nadie. Becky era la clase de mujer que buscaba liarse con un hombre rico. Por aquel entonces yo había recibido un dinero proveniente de mi padre, por motivos que no interesan ahora, así que no me costó hacer creer a Becky que yo era un hombre adinerado. La invité a salir un par de veces y en ambas ocasiones me gasté más de tres mil pesos en menos de cinco horas, lo que hizo a Becky morder el anzuelo. Pensó que yo era una especie de millonario excéntrico porque no trabajaba y vestía casi como un mendigo pero le regalaba chocolates de setecientos pesos y arreglos florales enviados hasta la puerta de su casa que me costaban mil pavos. Becky vivía con su madre en la Escandón; el sueño de toda su vida era mudarse a la colonia Roma o a la colonia Condesa. Cuando le dije que yo vivía en una casa en la calle de Jalapa no tuvo otro remedio que acostarse conmigo. Yo era el hombre que ella necesitaba.

      Comenzamos a salir en serio después de hacer el amor un  par de veces. La primera vez ocurrió en un hotel de la colonia Portales. Habíamos ido a la fiesta de un amigo escritor. Era una gran fiesta. Daban whisky y sodas italianas. Bebimos hasta emborracharnos y a la media noche salimos corriendo en busca de un sitio para hacerlo. Dos calles adelante encontramos un hotel, no muy elegante para los aires que se daba Becky, pero teníamos unas ganas del carajo. Un sol grisáceo y húmedo cayó sobre nuestros pechos desnudos al amanecer, un sol oscuro y satánico. Así supe que mi relación con Becky sería un tormento. No dije nada porque tenía un culo bastante bueno y podía soportar cualquier infierno si al menos tenía un culo caliente para acariciar por las frías noches del invierno de mi vida.

      La segunda vez lo hicimos en mi habitación. Llegamos a ella bebidos hasta la coronilla luego de una farra monumental en un bar de la colonia Condesa donde me gasté tres mil quinientos pavos en bebidas diminutas que costaban doscientos y trescientos pesos porque venían acompañadas de una sombrillita de colores y las servía una chica semidesnuda. Antes de entrar a la casa me planté frente a ella y le dije, estirando los brazos: ¡He aquí mi casa! Era una casa enorme, de construcción antigua y ventanales y fachada protegida por la secretaría de cultura o algo; una institución que preserva ciertas fachadas arquitectónicas porque son muy antiguas. Becky suspiró y sus ojos brillaron con la maldad de la avaricia. Como era de noche e iba borracha no notó que en la casa vivía otra gente y yo sólo rentaba una habitación. De todos modos, la sala era un espectáculo: había un candelabro enorme y sillones Luis XVI, que por supuesto eran pobres imitaciones, pero lucían bastante bien a la luz de la luna maldita que embriagó nuestros sexos para relacionarnos y destruirnos poco después, culpándonos por las desgracias de nuestras puñeteras vidas.  No hace falta decir que aquella noche hicimos el amor como un par de bestias extasiadas por el licor de un extraño brebaje.

      Despertamos a las tres de la tarde del día siguiente porque la gata se había cagado y hacía un olor espeluznante por todo el cuarto que picaba las narices. Esa fue la carta de presentación de Mariana. Aquella tarde Becky dijo que odiaba a los gatos. Tuve ganas de matarla allí mismo pero me contuve porque soy un asesino sólo en mis fantasías (he matado a mucha gente de formas atroces).

      Nuestra relación continuó así hasta que se me acabó el dinero y Becky fue descubriendo la verdad: yo era un escritor desconocido tan pobre como cualquier otro escritor desconocido. Para ese entonces Becky se había mudado a mi cuarto y toleraba todo porque seguía pensando, estúpidamente, que yo tenía una fortuna escondida en algún lado. Dejé que creyera lo que quisiera. No me importaba si se largaba al día siguiente. No se largó.

      Después de todo le gustaba echar trago conmigo. Decía que yo era uno de los pocos hombres que saben beber con clase. Es decir, que pueden beber durante toda la noche sin lamentarse y sin contarte su vida o sus derrotas o sus amores pasados y hacer el amor sin perder la dureza por haber bebido tanto. Desde ese punto de vista, Becky también sabía beber con clase. Podía soportarlo todo siempre y cuando la bebida costase más de ochocientos pavos. Esto fue el principio de nuestras riñas: ya no tenía dinero para algo más que cerveza en lata y no había otra cosa que Becky odiase más que la cerveza. Me iba a la tienda y regresaba con dieciocho latas de Billy Rock. Becky me echaba pleito porque toda esa cosa me costaba menos de cien pesos. Es lo que hay, Dios, decía yo. Destapaba un par de latas y las bebíamos en silencio mientras la gata se acurrucaba en mis piernas, o en las piernas de ella y se fastidiaba. A veces venían mis amigos y todos traían Billy Rock. Es lo único que bebíamos y Becky se volvía loca. Cuando se emborrachaba comenzaba a insultarnos. Gritaba que éramos un maldito grupo de borrachos sin clase. Yo dejaba que hiciera cuanto quisiera. Una noche aventó seis latas de cerveza por la venta y todos la peleamos por ello. Becky sacó quinientos pavos de su bolso y nos los aventó. Dijo: ve ahora mismo y compra una botella de whisky, maldito seas. Entonces la perdonamos. Bebimos el whisky sin vasos. No duró más de una hora.

      Por las mañanas dormíamos hasta que la gata se cagaba y yo debía levantar aquella cosa, tirarlo por el excusado y regresar a cama. Cuando regresaba Becky estaba fumando cigarrillos, mirando por la ventana, anhelando una vida mejor. Le decía: no tienes que soportarlo. Puedes irte cuando te plazca. Si estaba de humor me chupaba la polla con la ventana abierta y los vecinos se escandalizaban. Una noche recibí una llamada del casero. Dijo: ¿Petrozza, has leído el reglamento de la casa? Sí. Vale. Colgó el teléfono. Dos horas más tarde estaba en la puerta de mi habitación. No se permiten mascotas, dijo, lo siento. Alguien había corrido con el chisme. Mariana no es una mascota, dije. Me miró asombrado. Es una vieja amiga, vamos. Lo siento, repitió. Ya, dije. Se marchó sin decir nada más y pude mantener a la gata en adelante.

      Comíamos en fondas baratas, lo que hartaba a Becky. Se preguntaba cómo la gente puede comer estas cosas. No es que Becky fuese rica, ya dije, pero se las daba de reina. Así, decía yo y me zampaba un bocado de lentejas. Becky hacía muecas pero se tragaba su plato como un perro que come croquetas.

      Un sábado por la tarde fuimos a una reunión de escritores en la colonia San Rafael. Becky se quejó todo el camino. Hicimos el recorrido a pie y gritaba que yo la estaban matando lentamente. Bebimos vino. Becky era ignorante. Pensaba que el vino era una cosa muy sofisticada. Si supiera que nos costó ochenta pesos la botella… Cuando estuvimos bebidos nos besamos en la cocina de la casa. Le saqué las tetas del vestido y dio un gritito. No, dijo, hay que hacer las cosas con clase. Era su frase favorita. Se metió las peras y me llevó a la habitación. Allí se dejó hacer. Eso fue a las once de la noche. A las dos de la madrugada Becky desapreció. Se fue con un escritor chileno que conoció aquella velada. Mis compadres quisieron consolarme. No es nada, dije. Al día siguiente la escuché gritar por la ventana. Había dejado las llaves a donde sea que fue con el chileno. Asomé medio cuerpo por la ventana y le grité puta. Dio media vuelta y emprendió la marcha. Bajé por ella en calzoncillos. La tomé del brazo y la arrastré a casa. En la habitación se soltó a llorar y ofreció disculpas de un modo infantil. Luego de aquello volvió a engañarme cinco veces.

      Dejamos de hacer el amor con frecuencia. Bebíamos Billy rock y escuchábamos discos de Billy Idol, David Bowie, Frank Zappa, Led Zepellin y Willy Deville. Fumábamos cigarrillos y aplastábamos las colillas sobre las paredes. Becky se estaba resignando. Ya no se quejaba demasiado. Su queja más grande era la pocilga donde vivíamos. No había para más. Al menos, decía yo, estamos en la colonia Roma, ¿no? Becky asentía con la cabeza. Esas cosas eran muy importantes para ella. Podía decir: vivo en la colonia Roma. Nadie debía saber exactamente dónde. Ni exactamente con quién.

      De lunes a jueves bebíamos ajustándonos a mi presupuesto de las regalías de un par de libracos que había publicado y al dinero que enviaba la madre de Becky. En total siete mil pesos al mes. El alquiler costaba cinco. No quedaba mucho si descontamos las comidas y los cigarrillos. Los fines de semana nos esforzábamos por ser invitados a fiestas donde dieran bebida. Hacía llamadas a toda mi agenda hasta escuchar las palabras mágicas: ¡hay fiesta! ¡Hay chupe! Era una lucha constante por mantenernos ebrios. Cuando no bebíamos discutíamos. Cuando bebíamos también, pero en la sobriedad solíamos herirnos más. Cuando estás sobrio las palabras pueden ser dagas en el corazón. Borracho no. Borracho te importa un pito. 

      Una noche de martes, estando en la habitación, llamaron a la puerta. Era uno de los huéspedes vecinos. Quería saber si podíamos bajar el volumen de la música y callar nuestras risas. Lo estábamos pasando bien porque la madre de Becky había enviado más dinero del acostumbrado. Compramos vodka y vermú y preparamos martinis y los bebimos acompañados de carnes frías y aceitunas. Becky insultó al huésped. Cogió un puño de arena del arenero de Mariana y se lo arrojó a la cara. El chico se puso muy mal. Lo vi venir. Salté sobre él y le pegué con el puño en la quijada. Se largó echando pestes. Al día siguiente el casero llamó otra vez. Becky y yo dormíamos a pierna suelta. Petrozza, dijo, lo siento pero debo pedirte que desalojes la habitación. Ya. Antes de las dos de la tarde. Era medio día. Ya. ¿Quién era?, preguntó Becky. Nadie, dije y me volvía dormir. A las tres de la tarde tenía al casero encima. Venía con un par de matones para lanzarme de ser necesario. También estaba el chico que nos riñó anoche. Era un marica de la escuela de actuación. Tenía la cara morada y los ojos rojos. Nos miraba como un Diablo. Pedí hablar con el casero a solas. Salimos al patio. Le dije: verás, siento mucho lo de anoche, perdí el control. No hay remedio, sentenció. Espera aquí, ¿quieres? El casero esperó. Entré a la habitación. El chico se había ido y los matones aguardaban en la sala. Pregunté a Becky cuánto dinero teníamos. Alzó los hombros. ¡Cuánto!, grité. Becky miró debajo de la cama; solíamos guardar la pasta debajo de la cama, en un zapato viejo sin par que yo consideraba de la buena suerte. Sacó el zapato y miró. Mil quinientos pavos. Dámelos. Becky me estiró la plata. Regresé con el casero y se los di. Por lo daños causado, ¿vale? Miró el dinero un par de segundo antes de tomarlo. Luego lo tomó y se largó de ahí sin decir absolutamente nada. Camino a la habitación me encontré de frente con el marica. Le sonreí y le hice la señal de dedo. Se quedó con la boca abierta al verme entrar al cuarto como el que más.

      Aquellos días fueron los peores para Becky y para mí. Estábamos en blanco. Del vodka no quedaba ni gota. Había siete cervezas en el refrigerador. Eso era todo nuestro patrimonio. Bebimos las cervezas en dos días. Las cuidábamos como si fuese agua en el desierto. Comimos migas de pan. El tercer día fui al refrigerador compartido y robé jamón, queso, fruta y una coca cola. Becky lloraba. Puedes irte con tu madre, aquí las cosas están duras, le dije. Movía la cabeza de un lado a otro. No puedo, decía. ¿Por qué no? Becky había dicho a su madre que vivía en una casa preciosa en Jalapa con un hombre encantador que la cuidaba y la sustentaba. El dinero que le enviaba era para gastos personales. No imaginaba la realidad. No puedo partirle el corazón, decía. La madre de Becky era como Becky, siempre le inculcó buscar un hombre adinerado y Becky lo había intentado todos estos años (Becky tenía veintisiete años) sin lograr nada. Su madre comenzaba a pensar que Becky era tonta o no lo suficientemente buena para hacerse de un buen partido. Abracé a Becky y la consolé. Encontraremos el modo, dije. Becky negó con la cabeza. No confiaba en mí para ganar el pan. Siendo sinceros, yo tampoco. 

      Conseguimos sobrevivir un par de días más con el robo de alimentos. Compramos un periódico con quince pesos que encontramos tirados en la habitación y buscamos empleo. Becky pataleaba cada que yo leía uno para ella. Mira, aquí hay algo, le decía: vendedora de mostrador en centro comercial. Dos mil quinientos más comisiones. El tiempo se nos agotaba. Necesitábamos juntar el dinero del alquiler en menos de diez días y mi cheque no saldría hasta el mes siguiente, si no se atrasaba (solía atrasarse hasta quince días). Otro: mesera de bar en Álvaro Obregón. Quinientos la semana más propinas. Daba la impresión que estaba leyendo las Sagradas Escrituras delante del Diablo. Becky chillaba y se maldecía a sí misma y a mí y a la gata y a todos mis amigos y a esta casa de porquería. Finalmente dimos con uno: demoedecan para cerveza Sol. Setecientos por cuatro horas de degustación en eventos promocionales. Jueves, viernes y sábados. ¡Eso eran dos mil cien pavos la semana por tres días de trabajo y cuatro horas al día! Becky alzó los ojos. ¿Crees que yo… pueda? ¡Caray, exclamé, pero si estás hecha un bombón!

      Al día siguiente nos presentamos en la oficina de reclutamiento. Hicimos el camino a pie, hasta San Pedro de los pinos. Becky se metió en su mejor vestido y se maquilló. Las mujeres saben hacer esas cosas: lucía como una modelo de revista (una revista no muy elegante). Entró a la entrevista. Había un montón de chicas guapas y todas habían hecho lo mismo que Becky. Esperé fuera fumando un cigarrillo que pedí regalado un señor que pasaba por la acera, rogando a Dios que cogieran a Becky. Cuando salió se me fue encima. Me besó la cara. ¡Tenía el empleo! Comenzaba mañana mismo (hoy era miércoles). Debía presentarse en un bar de la colonia Del Valle. Regresamos a la habitación a comer pan dulce y agua embotellada.

      Pedí doce pesos prestados a un chico que vivía en la habitación de atrás de la casa y con el que no había tenido ningún problema. No fue un lío. Me los estiró como el que más y Becky y yo pudimos tomar el Metrobús hasta la Del Valle y llegar a la una de la tarde al bar. Había que promocionar cerveza Sol. Le dije a Bekcy que esperaría por ella. Me fui a dar la vuelta en busca de personas fumando que me regalasen cigarrillos. Cuando volví, la miré: Becky estaba con la charola en la mano, ofreciendo cervecitas Sol a los clientes y la gente que pasaba. La habían disfrazado de animadora. Lucía realmente buena. Llegué a pensar que setecientos pesos era poco para tener a mi mujer haciendo un trabajo tan vulgar. Había otras chicas. Todas estaban buenas, no sabías a cuál irle. Pensé que si me liaba con un buen número de chicas podía tenerlas trabajando. Los hombres que se acercaban miraban el culo de las chicas y escuchaban todo el rollo que debían decir sobre cerveza Sol. No había mucho que decir sobre una cerveza, pero Sol se lo tomaba muy en serio. Las chicas sonreían a los chistes de los hombres y éstos se iban volados con su cervecita. Algunos pedían hacerse fotos con las modelos. Las llamaban modelos. Se hacían las fotos y se iban empalmados hasta sus casas o sus trabajos y mostraban las fotos a sus compadres. Algunos hasta las publicaban en redes sociales. ¡Pelmazos!

      Bueno, así estuvimos dos semanas y pudimos pagar el alquiler. Sin embargo, el humor de Becky no cambió. Ahora decía que yo era un chulo, un padrote. No es justo que yo trabaje mientras tú te das vueltas y mendigas cigarrillos. Ya, dije, algo tengo que hacer yo, no voy a  quedarme a mirar todo el tiempo. Busca un empleo, amenazó. No lo necesitamos, dije, tu empleo es la puta madre, tres días a la semana y tenemos pasta y cerveza (Becky aprendió a robar la cerveza que no se degustaba, o la que escondían los empleados para que no se degustase). Sí, dijo, pero esta cerveza sabe a mierda. Era verdad. No sé cómo la gente puede beber cerveza Sol. Al menos cuesta más que Billy Rock, me defendí, y según tú… si cuesta más sabe mejor. Vete a la mierda, exclamó.

      Mi relación con Becky duró siete meses. Al séptimo mes comenzó a irse con los chicos del trabajo. Además de las demoedecanes estaban los supervisores y los animadores de micrófono. Eran compadres ejercitados y metrosexuales que habían cogido aquel empleo para follarse a las chicas. El juego no les salía mal. Esperaba a Becky todos los días de trabajo. Terminada la labor nos íbamos en Metrobús a casa. Un buen día caminó conmigo a la esquina de la calle y dijo que esta vez iría con los chicos a celebrar el cumpleaños de uno de ellos a un bar en Felix Cuevas. Dije que podía llevarme. Se negó. Es sólo para chicos del trabajo, ya sabes, va el supervisor y… Ya, dije. Hice el regreso a casa solo. Esperé a Becky hasta las once de la noche, bebiendo esa mierda de cerveza que era todo lo que había en el refrigerador. Me dormí. Becky llegó al día siguiente. ¿No crees que te hayas excedido?, pregunté cuando la miré entrar. No dijo nada. Se desnudó y se metió a la cama conmigo. Hubo unos minutos de silencio. Luego, mirando al techo, dijo: yo trabajo. Merezco una diversión de vez en cuando. Así quedamos, pero Becky comenzó a salir a fiestas más a menudo y yo tenía que hacer el regreso a casa solo y beber solo y dormir solo y esperar, esperar, esperar sin follarme a Becky porque llegaba borracha y cansada.

      Una mañana de domingo, en que Becky no debía trabajar, salí a comprar cigarrillos. Ahora ella pagaba el alquiler, la bebida, la papa y todos los gastos nuestros. Yo ahorraba el dinero de las regalías para un futuro mejor. Así acordamos. Su madre ya no mandaba dinero. Becky le había dicho que no lo necesitaba. Su hombre (o sea yo) había cogido un mejor empleo y estábamos de lujo, viviendo en nuestra casona de ensueño. Cuando volví encontré a Becky haciendo las maletas. Las mismas maletas con que llegó a mi vida un día de mayo. Eran un par de maletas de piel de la marca Louis Vuitton. ¡Qué coños!, grité. ¡Me largo!, respondió ella. Me senté en la cama y encendí un cigarrillo. No puedes dejarme botado, Becky, linda, por amor a Dios, recapacita. Becky no hablaba. Metía todos sus vestidos a las maletas y empaquetaba los zapatos en bolsas plásticas que no sé de dónde demonios había sacado. Venga, le dije, no es justo. ¿POR QUÉ NO ES JUSTO?, gritó ella. Vale, dije, porque yo te saqué de casa de tu puta madre. Becky no contestó. Dios, nena, ¿no lo ves? Todo este tiempo me he preocupado por darte lo que puedo. He hecho lo mejor para nosotros. Becky terminó de empacar. No era gran cosa. Un par de maletas y cuatro bolsas de zapatos. Un coche aparcó en la acera. Le escuché aparcar por la ventana. Me asomé. Era un Ibiza con quemacocos. Tocó la bocina. Becky se lanzó a la venta y gritó: ¡Ya voy! ¡QUÉ PUTA MIERDA ES ESTO?, grité. Es Richard, dijo. Luego agregó: ¡me largo!



      No hice nada por detenerla. ¿Qué habrías hecho tú? Cuando se fue fui al refrigerador. Cogí un par de cervezas Sol y las bebí pensando en Becky, en cómo la conocí. En su sonrisa cuando le pagaba las cuentas de los bares en Condesa y en su culo visto de la posición de perrito. En sus cabellos rubios y sus axilas depiladas. En sus pies blancos. Es su coño húmedo y cálido. En su boca que me chupaba la polla porque creía que mi semen era el semen de un millonario. En sus calzones. En su vello púbico rubio y bien depilado. En sus sueños de tener un hombre y una casa. En su madre, a la que nunca conocí, creyente del bienestar de su hija. En el chileno con que se fue aquella vez. En los otros hombres con quienes se acostó. Los conocía a todos. Eran amigos míos, escritores y poetas de poca monta. En la saliva de Becky sobre mi almohada. En los discos que escuchamos juntos. En las lentejas que odiaba. En su mirada malévola cuando enfurecía conmigo y mis amigos. En sus gritos desesperados porque sólo había Billy Rock. En sus tetas bien formadas, a las que había acariciado tata veces. En sus dientes blancos. En su pavor por la lectura y todo lo que tuviese que ver con libros. En su vestido rojo. En las toallas sanitarias que escondía detrás del excusado. En sus ojos güeros. En sus calcetas botadas por toda la habitación. En sus esperanzas de una vida mejor. En el zapato de los ahorros… ¡El zapato de los ahorros! Busqué debajo de la cama. Allí estaba el zapato. Lo saqué con desesperación. ¡ESTABA VACÍO!

Verónica Pinciotti


¿A QUÉ JUEGAS, CHINITA?

Llegamos al bar a eso de las diez de la noche, mi novio y yo, y ya estaban todos adentro. Cuando llegamos había buena música: unas canciones de música electrónica. Fue lo que le dije a Verónica cuando la saludé; le dije ay que buenas canciones ponen aquí. Entonces escuché su voz, que dijo: esas no son canciones, las canciones son cuando alguien canta, y además, la canción es subgénero del poema, no precisamente algo que tiene encima música. Volteé a mirar porque no me lo creía pero resultó verdad. Allí estaba el imbécil de Martin Petrozza. Debí imaginarlo porque era muy amigo de Verónica y estábamos celebrando la partida de Vero a Francia. Se iría por un mes, y regresaría; siempre se iba y regresaba, pero cualquier pretexto es bueno para ir a echarse unas copas a cualquier bar. Más si es entre amigos.

 El caso es que allí estaba ese güey y cuando escuché su voz fue como una patada al hígado, neta. Tuve que saludarlo porque no iba ser yo la que hiciera un drama (y menos en la despedida de mi amiga).  Lo saludé rapidito y aproveché para presentarle a Rodrigo, mi novio; a ver si así se estaba en paz porque era una lata, de verdad. No sé en qué momento se le metió la idea de que yo, o sea, yo, podría salir con él; si era un mamarracho muerto de hambre. De verdad que no entiendo cómo Vero puede soportarlo; nomás porque son iguales, leen y leen y disque son intelectuales. Lo que es yo, soy sincera: no me gusta leer y qué, al fin que leer no sirve de nada.

 Luego saludé a todos los demás; a Dieguito, que es un amor y ese sí tiene lana; a Ricardo, a Brenda, al Sebas, a su novia Inés, a Pacotrón, a Chema, a Lucero. También me presentaron a los amigos de Lucero que venían en bola y eran como ocho pero estaban en otra mesa. Después que terminé de saludarlos a todos, ufff, Vero se me acercó y la abracé y le dije que le deseaba buen viaje y que la extrañaría mucho. Vero era una vieja a toda madre, cuántas pinches pedas no nos habíamos puesto ella y yo solas (aunque luego acabáramos acompañaditas). Cómo no la iba a extrañar, chingao. En ese momento se acerco Dieguito  con un caballito de tequila y dijo que era para mí por llegar tan tarde, y yo le dije no manches güey, ¿que no ves que ora manejo yo? Tuve que recordarle que Rodrigo había chocado recién; el babas se estampó contra un camellón la noche del sábado pasado, por andar de borracho. No le pasó nada pero el pinche coche se desmadró de abajo, del eje o de la guía o de la flecha,  yo qué sé; el caso es que está en el taller y vinimos en mi carro. Dieguito insistió y pidió el apoyo de todos y toda la bola de ogeis le siguió el juego y empezaron a cantar fondo y me lo tuve que chingar. Lo bueno que antes no había bebido nada porque si no si me pongo peda. 

 Nos sentamos  junto a Verónica porque yo no iba a sentarme en otro lado, la verdad que había ido nomás por ella y si hubiese sabido que va Petrozza lo pienso dos veces. Quedamos así: primero el naco de Petrozza, después Vero, después yo y después Rodrigo. Enfrente de nosotros estaban Ricardo, Brenda, El Sebas y su novia. En los costados, Dieguito en uno y Pacotrón y Chema amontonados en otro. Lucero pasaba de una mesa a otra porque también tenía que estar con sus amigos. El bar era el Mala Fama, que está en la colonia Condesa.

 Ya que todos estábamos bien instalados y servidos (habían pedido unas botellas de brandy), le pedimos a Vero que nos contara cómo iba con su marido. La güey se había casado hace poco y a todos nos tenía intrigada porque la neta la neta, nadie conocía bien a su esposo. Sabíamos que se llama Scott y era evidente que Vero no lo amaba. Vero era una cabrona, ella misma decía que se había casado por dinero; pero que ni falta le hace a la canija. Entonces nos dijo que iba bien, que ahora sí podría dedicarse a escribir, que es lo que le gusta, sin tener que sacarle lana a su padre. En eso, Martin metió su cuchara, abrió la boca y dijo buena decisión; tu padre está más cerca de la muerte que Scott, y para el caso, que es sacar varo de un hombre... joder, felicidades. Todos nos callamos porque eso de que su padre estuviera cerca de la muerte y de que Verónica sólo quisiera sacar dinero a un hombre no es algo de lo que se habla en la mesa. Dieguito le contestó no mames, cabrón, no seas ojete; eso no se dice. Pero a Petrozza le valió madre, sobre todo porque Verónica lo defendió diciendo que eso era cierto, frío pero cierto; y brindó con él.

 Ricardo cambió de tema la conversación, le dijo a Vero que no podía dejar de comer en La galoche d´Aurillac, un restaurante que está en la rue de Lappe, saliendo de la estación Bastilla. Brenda estuvo de acuerdo, dijo que el día que ellos dos fueron (Ricardo y Brenda) comieron exquisito y sin ser demasiado caro. Inés, que nunca puede callarse la boca dijo que eso no era nada, que si de verdad quería comer bien, lo que se dice bien, debía ir a le Jules Vernes, que es un restaurante dentro de la Torre Eiffel y con una vista estupenda, sobre todo de noche. Verónica asentía a todo, como si no le importara y yo lo noté y les dije ay tampoco es la primera vez de Vero en París… Dieguito me interrumpió, dijo que qué onda, que si alguien quería botana o algo. Se lo preguntó primero a Verónica y respondió que no y todos los demás tampoco quisimos y Rodrigo, mi novio, le dijo no mames güey tú siempre tienes hambre, qué pedo.  Dieguito se sobó la panza y dijo oooh pus hay que alimentar a la solitaria.

 Después de eso todo el mundo se puso a hablar de diferentes cosas. El Pacotrón y Chema, que de por sí son bien callados, hablaron entre sí; creo que de videjuegos, que es lo que más les gusta a esos dos. Brenda e Inés hablaron de cuando ellas mismas fueron a París, y sus novios, es decir, Ricardo y el Sebas se cambiaron de lugar para dejarlas hablar y se unieron a nosotros. En nuestra conversación estaba Vero, ellos dos que se unieron, Petrozza, mi novio y yo. Rodrigo le preguntó a Petrozza por qué él no estaba bebiendo brandy y qué bebía. Petrozza le contestó que whisky, y que lo hacía porque él sólo bebía cerveza y whisky; y yo pensé que eso del whisky sólo lo hacía con Verónica porque ella le pagaba la cuenta y de otro modo no podría comprarlo. Verónica misma me lo había contado, que Petrozza era escritor y era pobre y que ella le ayudaba a vivir. Yo nunca entendí por qué, a mí ese Petrozza me caía en la punta del pie. Entonces el Sebas le preguntó que de dónde conocía a Verónica, porque a Petrozza no lo conocía nadie, sólo Vero y yo; y yo lo conocí una vez que me puse hasta la madre con la Vero...

 Habíamos ido a Tlalpan y ella ya me había hablado de su amigo el escritor. Nos metimos a una cantina y luego que estuve borracha le dije llámale a alguien pa´que nos acompañe; es decir, pa´ ya sabes qué, y ella dijo ¿quieres que te presente a mi amigo, el que escribe? Yo estaba hasta mi madre así que le dije que sí, total, si ella confiaba en él…

 Cuando llegó no me importó, ya estaba allí y yo andaba prendida. Bebimos unas copas en la cantina y cuando estuvimos a punto nos metimos al coche de Vero, que es en el que habíamos llegado y nos dimos unos besos. Verónica condujo hasta la casa de Martin y llegando, no supe ni cómo pero ya estaba sin calzones y encima de la cama. Él sí quería coger pero a la hora de la hora la neta me dio cosa. Le dije que sólo lo haríamos si tenía condones, porque la neta pensé que no los tendría. Total que sí los tuvo. Lo vi desde la cama: entró al cuarto de baño y salió con el p... parado y el condón puesto. En la madre, pensé, y ahora cómo le digo que no. Vero, Vero… comencé a llamar a mi amiga y cuando Petrozza llegó hasta mí me dijo: Vero ya se fue, dijo que pasa por ti mañanaNo jodas, le dije, no es verdad. Pero sí fue verdad, la Vero me dejó allí porque ella no se iba a quedar a ver. Por pendeja yo, pensé, pa´que le pides carne al carnicero. Tuve que confesarle a este güey que ya se me había bajado la calentura y que me sentía muy mal.

 Creo que eso fue lo que me dolió, que me comprendiera. Se sentó en la cama, junto a mí y me acarició la cabeza. Me dijo: ay, chinita, pa´que veas que la cerveza y el sexo no se mezclan. Ya estás grande, ya deberías saber que si se coge no es por amor ni por calentura; es por convicción o por dinero. Yo malinterpreté su comentario, le dije que no era puta y él… que comprendió que yo no entendí, me dijo que eso ya lo sabía y que de todos modos él no tenía ni un quinto. No tener dinero es un buen modo de no tener miedo que te estafen o te roben, agregó. Así que estate tranquila, porque no soy un violador; y si no quieres… pues no.

 Se metió a la cama, conmigo; no sé en qué momento se quitó el condón o si se lo dejó allí, pero dormimos rico. Al principio no, al principio lloré porque la borrachera se me bajó y me di cuenta que si no fuera porque Vero me dejó en buenas manos yo estaría quién sabe dónde y con uno que si me forzaría. Luego me quedé dormida y cuando desperté estaba abrazada de Martin. Me desperté de golpe y con eso lo desperté a él. Me dijo buenos días, chinita. Yo estaba desnuda de la cintura para abajo. Le pedí que saliera para vestirme y salió.

 Me levanté, me vestí, fui al cuarto de baño y otra vez lloré; pero esta vez por otra tristeza diferente, no sé bien por qué; me pasa mucho que bebo y acabo con alguien y luego lloro. Cuando salí le agradecí que fuera comprensivo y él asintió con la cabeza y  dijo que le llamaría a Vero para que viniera por mí. Le rogué que no lo hiciera, dije que yo misma podía coger un taxi a casa. Entonces me percaté que no tenía idea de dónde estaba mi bolsa. A qué buscas esto, dijo yendo al sillón y cogiendo mi bolsa. Sí, sí, exclamé y la tomé. Se la arrebaté como si él me la fuese a robar y se asombró, pero luego me cayó el veinte de que había sido muy grosera con él que me cuidó. Saqué la billetera y conté; tenía dinero suficiente para largarme en taxi aunque me cobrara el triple de la tarifa.

 No sé por qué lo hice, quizá porque Verónica siempre me hablaba de él y me contaba que ella le ayudaba a vivir a ese que tenía un sueño: escribir, y lo lograría. O quizá porque me sentía en deuda con él porque no abusó de mí a pesar que casi casi yo misma le di las nalgas. O quizá porque en el fondo deseaba pagar por su silencio, o por una mezcla de todo, pero el caso es que saqué dos billetes y se los di. Gracias, chulo, le dije y me fui. No titubeó un segundo y los cogió. 

 Después de eso le tomé un odio tremendo a Martin Petrozza. Me había cobrado por nada. Nunca se lo dije a Vero ni a nadie, es más, ese día en la despedida de Verónica ni el mismo Petrozza sabía que yo le odiaba. Pero lo peor es que en algún momento de aquella noche pasada le di mi teléfono y comenzó a llamarme, ahora sí en plan de ligue. Supongo que quería acabar lo que no acabamos en su casa, pero la neta yo no quería. Martin Petrozza era la persona más aberrante para mí en la Tierra. Y no es que me hubiese hecho algo, ya dije, pero sencillamente no lo aguantaba. El sólo pronunciar su nombre me daba escalofríos. Oír su voz me enchinaba la piel. Y si se atrevía a llamarme chinita me dolía hasta el alma.

 2

Toda la noche fue lo mismo, hablar y hablar de París o de Francia en general. También se habló de otras cosas pero ya ni recuerdo. Hubo un momento en que Lucero vino a nuestra mesa y se sentó junto a Dieguito y contaron chistes y todos reímos. Menos Petrozza, él no se reía de nada que dijéramos nosotros y hasta parecía aburrido, harto de estar allí. Sólo hablaba si alguien le dirigía la palabra o para dirigirle la palabra él a Vero. Y cuando alguien lo hacía hablar contestaba seco y tajante y siempre de mal humor. Era muy cínico. Ricardo le dijo no mames, compadre, ¿cuántos whiskies llevas? Y él contestó no sé ni me importa, total, Pinciotti paga. Eso hizo que se ganara el desprecio de todos mis amigos.

 Era un desconocido, un vulgar y un cínico que se atrevía a explotar a Verónica. Nadie podía entender porqué seguía siendo amiga de él. Yo sí. A pesar de todo ese hombre era el único de todos los que estaban allí que sería capaz de proteger en su casa una mujer borracha y loca; no importa si ésta mujer se le encuera; si te arrepentías podías decírselo. No iba a juzgarte o a violarte sólo porque cometiste un error. Ni siquiera el pinche Dieguito haría eso y yo lo sabía porque había un chisme entre los amigos de que el muy cabrón una vez abusó de una menor que sacó borracha de un bar. Estuvo como un mes llorando de miedo porque el pendejo perdió su IFE en la peda y estaba seguro que la chica la tenía y que lo iban a agarrar. Dicen que hasta fue a confesarse a la Iglesia y que dejó de tomar un tiempo porque no quería cagarla otra vez. Los hombres son así, son unos perros.

 En todo eso estaba pensando cuando Martin se levantó. Le dijo a Vero que iría a fumar y salió. Yo no sé que traía yo pero todo el odio que sentía por él se esfumó. Creo que fue que ya era tarde y había bebido mucho, hasta Rodrigo me dijo que ya debería pararle porque iba a manejar yo. Pero le dije no jodas, pus te lo llevas tú y ya. O sea, mi coche. Saqué las llaves de mi bolsa y se las di. Luego le dije que iría al sanitario.

 Tuve cuidado de que no me viera nadie; hasta fingí ir en dirección al sanitario, pero una vez perdida entre el gentío me salí a buscarlo.

 Allí estaba en la esquina fumando. Hola, le dije por detrás y volteó y se sorprendió un poco y luego me dijo qué hay, chinita. Yo creo que sí ya estaba bien peda porque nomás me dijo chinita y sentí ganas de c… Por qué no me has hablado en toda la noche, ¿ya no te gusto?, le dije y luego le agarré la mano y le quité el cigarro y me lo fumé. Él sacó otro, de su chaqueta y dijo mientras yo se lo encendía: ¿a qué juegas, chinita? Luego de eso ya no dijimos nada. Nos miramos a los ojos unos segundos y nos besamos.

 El resto de la noche no pude separarme de él. Hasta le cambié el lugar a Verónica y estuvimos hablando. Le pedí que me contara de su vida y me dijo que ya lo sabía. Soy escritor y escribo, es todo. A veces brindábamos o a veces le tocaba la mano por debajo de la mesa. Verónica se dio cuenta y me hizo el paro hablando con Rodrigo para distraerlo. No tuve que pedírselo, Vero es lista, se entera de todo y actúa. La que también lo notó fue la pendeja de Brenda; a esa ya de por sí me la traía en miras. Me había enterado que andaba diciendo que tengo problemas con el alcohol. Como si ella no los tuviera, si todos sabemos de la vez que se cayó en el lago de Chapultepec por andar tomando en las lanchas; dime si no es de borrachos eso de tomar en las lanchas del lago. Se lo conté a Petrozza y la señalé y se rió; dijo que no le hiciera caso, que la gente siempre anda diciendo de uno que tiene problemas de alcohol. No importa si es verdad o no. Además dijo que los problemas de alcohol no existen, que los problemas son otros, y lo que hacemos con el alcohol es punto y aparte. Yo le dije que no entendía eso y me lo resumió. Dijo: mira, si uno es pendejo es pendejo y se acabó. O si uno pega, es pegador y se acabó. Que lo haga bajo el influjo del alcohol es otra cosa; no podemos juzgar a la luna porque un hombre se transforma en lobo bajo su luz. Y el que es tranquilo es tranquilo, dijo, aunque se chingue dos botellas de ron. Esto me hizo reí mucho, mucho, mucho. La verdad es que me reí y casi me caigo de la risa, porque pensé: entonces yo soy puta y no borracha porque nomás tomo y me pongo acalorada. Pero no se lo dije, fue un chiste nomás para mí.

 Rodrigo fue a verme porque esa carcajada que solté hizo que todos voltearan y comenzaran a decir ésta ya está hasta las chanclas. Le dije que me dejara en paz, que andaba bien y que sólo me había reído. Verónica también vino, me dijo güey no vayas a hacer una pendejada delante de Rodrigo. Sí, sí, sí, le dije, no te preocupes, es que me acordé de un chiste bueno. Me miró a los ojos y no dijo nada, creo que me estaba midiendo; el grado de borracha que estaba.

 Cuando todo estuvo normal de nuevo le pregunté a Petrozza si no quería otro cigarrito. Yo sí, respondió, la cosa es saber si tú de verdad lo quieres. Lo quiero, dije. Esta vez lo dije muy segura y él debió notarlo porque me tomó de la mano, con mucha fuerza y me jaló hasta afuera. Yo tuve miedo, ya sabes, de que todos nos vieran pero luego pensé: a la chingada, esto es así.

 Caminamos por el camellón, hasta una parte oscura y allí nos besamos. Comenzó por besarme la boca y el cuello y luego me agarró las nalgas. Me tocó los senos y yo tenías unas ganas y al mismo tiempo mucho miedo pero no se lo dije porque pensaba que esta vez no me dejaría ir; ya se la había jugado una vez. Me sacó las chichis y pensé: no jodas otra vez vas a acabar así en la calle. Me estaba tocando los senos cuando pasó un coche y nos echó las luces. Para ya, le dije, nos van a multar.

 Se detuvo y me miró. Me preguntó si esta vez estaba segura y tardé en contestar que no. Movió la cabeza, como si estuviera harto de mí y la verdad que tenía derecho a estarlo, pensaba, pero por otro lado me había prometido a mí misma que no volvería a tomar y hacerlo sin protección.

 Petrozza habló conmigo, pensé que me echaría el rollo de siempre, el que va de que no debo ser así. No, me dijo que estaba bien, que no había pedo, que nomás me aliñara porque no quería entrar conmigo y que me vieran así. Me ayudó a acomodarme el vestido y a secarme las lágrimas. Sí, otra vez lloré.

 Antes de entrar le dije que ahora sí quería un cigarrillo de verdad y me dio uno y sacó otro para él también. Fumamos en la entrada a la vista de los guardas de seguridad y no sé cuántos nos habremos tardado pero de pronto salió del bar Rodrigo y detrás Dieguito y Verónica. Rodrigo venía excitado y cuando se encontró conmigo me miró de arriba abajo e inmediatamente después miró a Petrozza. Petrozza no se asustó ni nada aunque Rodrigo tenía toda la intención de pegarle, eso se notaba. Pero no tenía pruebas, sólo estábamos afuera fumando un cigarrillo; si tardamos media hora fue porque también platicamos. Eso fue lo que le dije a mi novio cuando estuvimos a solas, en el bar.

 Pero antes, Verónica se acercó a Petrozza y le dijo ya métete, anda, te invito otra copa. Rodrigo se acercó a mí y me jaló del brazo y me exigió que entrara. Fuimos los primeros en entrar. Luego entró Dieguito que antes de meterse le gritó algo a Martin pero no pude escuchar qué. Finalmente entraron Verónica y Petrozza pero esta vez no se sentaron con nosotros sino en otra mesa. Hablaron, no sé de qué. No es difícil hacerse una idea, supongo que Verónica regañó a Martin por salirse conmigo sabiendo que no vengo sola o algo así.

 Conmigo habló Dieguito, a solas, me dijo güey, dime la neta, qué pedo con ese cabrón, el amigo de Verónica. Nada, le decía yo harta y le pedía que me diera un vaso con Brandy. Ya no hay, dijo, y yo creo que era verdad porque ya casi no había gente dentro y la música estaba baja. Insistía en que le contara qué pasó allá afuera y yo le decía que nada y que nada y que me diera brandy. Al final no sé cómo pero me consiguió una cerveza y no estuvo mal, era mejor que nada. Entonces bebí la cerveza y le pregunté de qué se habían enterado dentro o qué. Me dijo que todos notaron nuestra ausencia, que Brenda miró cómo Petrozza me tomó de la mano y me sacó y que no quería decirle a Rodrigo pero él mismo acabó por darse cuenta que Petrozza y yo faltábamos. Di otro trago a la cerveza, tenía ganas de llorar, ¿por qué siempre se hacía desmadre por mi culpa? Ahora todos iban a creerle a Brenda eso de  que tengo pedos con el alcohol y encima que soy puta. Ya, dijo Dieguito, dime qué transa, dime la neta, qué pedo con ese güey. Alcé la cara para verlo a los ojos y le dije nada, te lo juro, es un amigo y salimos a platicar y fumar. Pero no me creyó, dijo que estaba muy rara, que había llorado y que estaba despeinada. Me amenazó con que si no le confesaba lo que ocurrió allá fuera iban a madrearse al Petrozza y le valía verga, así dijo, si era muy amigo de Verónica o qué. Ya te dije que nada, insistí.

 Entonces llegaron Rodrigo y el Sebas y Rodrigo me gritó que le dijera qué pedo con ese güey o ahoritita mismo le iba a romper su madre. Yo ya no pude más y lloré y le dije que me perdonara, que nomás fueron unos besos pero que la culpa no era de él. Para colmo se acercó Brenda porque me vio llorar y escuchó todo y aseguró que él me había sacado por la fuerza, que ella misma lo había visto. No lo pensaron dos veces… Dieguito, Rodrigo y el Sebas se fueron corriendo a buscar a Petrozza; Brenda se quedó conmigo y me consoló diciendo que debí pedir ayuda, que si él me quería sacar por fuerza debí pedir ayuda y me ayudaban. Pero no importa, dijo, ya ahorita le parten su madre a ese malditoPor cabrón, dijo, que se vaya a pasar de lanza con su abuela… Y yo lloraba mucho porque no era culpa suya, era culpa mía…

3

 Al otro día por la tarde me llamaron al cel. De un número desconocido. Contesté y era Petrozza, me dijo chinita ahora sí te pasaste. Cuando escuché su voz me dieron ganas de salir corriendo y abrazarlo. Perdóname, le dije, perdóname. Se rió y dijo, no me pidas perdón… o voy a acabar por perdonarte.  Y se volvió a reír y yo no comprendía nada y le pregunté si estaba bien y dijo que sí, que estaba muy bien, algo crudo pero bien. No hablaba como alguien a quien se hubiesen madreado. ¡Qué te hicieron!, exclamé.

 Total que pa´no hacer el cuento largo resulta que cuando fueron a buscarlo en el bar él ya se había ido. Se fue con Verónica, los dos nos abandonaron a todos porque Verónica ya se las olía que esto iba a acabar mal. Yo no me enteré, a mí Rodrigo me dijo que le habían dado una chinga a ese güey pa´que aprendiera a no meterse con las viejas de otros. Me lo dijo en el coche rumbo a mi casa cuando fue a llevarme. Se quedó a dormir conmigo pero en la mañana se fue.

 Se lo conté por teléfono a Petrozza y se rió mucho y dijo que qué pinches noviecitos me cargaba, que para eso estaba mejor salir con un Chimpancé, y yo pensé en todo, en cómo había sido todo desde que conocí a Petrozza y en lo mucho que Verónica debe quererlo para habernos dejado a todos por él (se fueron sin despedirse). Y también pensé en Rodrigo y en que él sí era un mentiroso y un mamarracho.

 Petrozza me invitó a salir esa misma noche a una cantina por su casa y le dije que sí, que con mucho gusto, y cuando llegó la noche fuimos.

 La cantina era la Jalisciense; justo donde le conocí. Eso nos hizo mucha gracias porque él dijo que la vida era como el oleaje del mar y que uno siempre acaba donde comienza, o comienza donde acaba; algo así pero el caso es que se entendía y que me hizo reí. Estar con él era reconfortante, tenía una sensación como de libertad. De que podía decirle ya me voy y no se enojaría; o le podía pedir que me llevara a su casa y tampoco le importaría ni trataría de violarme. A fin de cuentas, si yo tenía ganas de hacerlo se lo podía decir y no me tacharía de puta ni nada, no iría a contárselo a todos porque él no es así… incluso me confesó que aparte de Verónica solo tenía dos amigos. Yo le pregunté por qué y respondió que porque todos eran cabrones e hijos de putas. Asentí con la cabeza, yo misma lo había pensado, que no se puede confiar en nadie y que la vida está perra. Pedimos whisky en las rocas y brindamos por nosotros.

 Ya no me parecía malo, hasta me resultó divertido cuando se quejó de los amigos de Verónica; de Dieguito y de Ricardo, de Brenda, de todos. Dijo que eran unos gilipollas y dio un trago al whisky y luego brindo otra vez conmigo, por tus ojos preciosos, dijo.

 Cuando nos acabamos el dinero en whisky nos fuimos de allí caminando. Encendimos cigarrillos y caminamos bajo la luz de la luna y alrededor del kiosco del centro de Tlalpan. No me lo había pasado tan bien desde hace años. Se lo dije y nos besamos, pero esta vez fue un beso tierno y largo y no intentó tocarme en la calle.

 Acabamos en su casa, a la que llegamos caminando y de tanto besarnos y hablar ni lo notamos. Fuimos directo a la cama y esta vez no lloré ni me puse reacia.

4




Al otro día llegó Verónica y me encontró allí y entre todos platicamos el rollo que nos había sucedido. Verónica dijo que alguno de ellos dos debería escribirlo, para no perder la costumbre. Petrozza dijo que él no, que esto estaba muy fresco y que además no se sentía objetivo. Verónica tuvo que hacerse cargo y se lo conté con lujo de detalle, lo que había pasado la noche que me dejó en casa de Martin y lo que hicimos en el camellón; lo que me dijo Rodrigo, lo de la cantina, y todo lo que yo pensaba y sentía en cada momento y en cada situación.  

miércoles, 12 de febrero de 2014

Rolando Baez -. Bahía Blanca



1

La luz fatigosa
magnética de tanto brillar 
de soslayo
pudre
mi boina gris que amarra
silenciosa
el recuerdo de mi pueblo

Preso en andares
se me revela

un barro violento
un barrio de espanto
un tono funesto. El secuestro
de un silencio zumbante

2

Sur
se desdobla
pienso, sur,
en la tempestad y
pienso, en el rumor
de las espigas al sol

pienso, sur,
prohibido sur
en racimos, sur,
de unas manos que extrañan
la lluvia del vino, y
la flor del río

3

Ausencia y sol
la hojarasca llena con el viento
lo que digo con un sonido gris
como un cascabel ebrio

y como intentar llenar mi tumba, así,
se vuelve el reto
de
            desanudar
de
            desnudar, así
y todo así
con mis manos llenas de palabras
que se me escapan
y como el barro escurridizo de tu sonrisa
así, intento salir, de esa
brujería
atando mi cuerpo ya oculto
a ese poste escandaloso
que hoguera llamaban en el siglo XVI

4

Las fibras de este texto
se disparan incandescentes al hielo
mortecino del papel

ensayo picotear
con las manos aquello detrás
de la palabra mano

y emerjo oceánico
con tinta en mis venas,
con la certeza del artificio

ahora nada es inicio
solamente un soplo casi mudo

en el andar eterno de la palabra 

6

Lo extraverbal
(aquello que suele darse por obvio)
es la conjetura
que el oficio poético
transforma en posibilidad.