miércoles, 26 de mayo de 2010

Eddy Morales - La Paz - Bolivia

Contacto con el autor: http://eddy.morales.rios@gmail.com


Las palmeras canarias

Esquivar los veloces taxis y buses en la principal calle del centro de La Paz, mientras procuro encontrar un pequeño espacio en la acera repleta de vendedores y personas, para detenerme un rato a tomar impulso -pero no aire-, y luego volver a brincar a la calle a seguir esquivando los veloces taxis y buses, no es lo que más concentra mi atención. El bullicio, el humo del diesel, las calles semejantes a un bazar asiático y los vehículos veloces alborotan tanto la principal calle de La Paz, todos los días y a toda hora, que el fenómeno se ha tornado monótono e irrelevante, excepto tal vez para algún extranjero aficionado al turismo bizarro. En cambio, vale la pena ver, observar, admirar y contemplar las dos palmeras canarias de la plaza, al final de la calle. Estos monumentos vegetales ya existían en los años 70s cuando la perspectiva de mi niñez me hacía ver La Paz como un sitio ideal para tener aventuras, y estos árboles aunque más pequeños que ahora, eran la representación del misterio, porque por más que lo intenté, nunca pude trepar a su copa. En aquella década era posible establecer una clasificación de los árboles por el grado de dificultad para treparlos. Los del parque zoológico eran los más fáciles, porque se trataba de una especie de setos de pinos que habían desarrollado con los años muchas ramas bajas y por lo tanto facilitaban enormemente el ascenso. Los árboles del jardín botánico y de la mayoría de las plazas de la zona sur, presentaban una dificultad media. Los eucaliptos del bosque de Pura Pura eran muy difíciles, aunque el placer de visitar el bosque estaba asociado a mi habilidad de saltar del tren en movimiento, eludiendo al boletero, y en época de lluvias se formaban charcos en medio del bosque donde habitaban ejércitos de sapos cuyos renacuajos eran negros y grandes, muy diferentes a las ranas de Calacoto, cuyos renacuajos eran verduzcos y más pequeños. Todo ha cambiado en La Paz, pero el lento movimiento del follaje que provoca la brisa en las palmeras canarias de la plaza, como queriendo mostrar su indiferencia ante el bullicio y desorden de la ciudad, posiblemente esté despertando nuevamente la imaginación de algún niño aventurero.


La idea


Se esconde en los sitos más inverosímiles de mi cerebro, pero en cierta forma la siento porque no deja de desplazarse entre sus neuronas y conexiones dentríticas. A veces trata de salir desesperadamente a la superficie, al igual que una persona que está a punto de ahogarse en el lago. Emerge, chapotea, da pelea, pero mi conciencia es implacable con esta idea y simplemente impide que mi voz la pronuncie o mis manos la escriban. Es por miedo a su letalidad. La imagino creciendo, difundiéndose en tertulias de café, en los buses y en los mercados, contaminando los conceptos que la sociedad da por ciertos, haciendo tambalear los cimientos de lo establecido, lo cotidiano y respetado. Aunque peligrosa para los individuos que viven del caos –y que se enriquecen con él-, mi idea no es del todo nueva; quiere volver a emerger impregnada de humanismo. Tal vez tiene más de sentimiento que de teoría, pero de eso se trata: hay que recuperar la capacidad humana del sentir integral, que combina amor, sabiduría y un estilo práctico de hacer bien las cosas. Es la más alegre de las ideas y por lo mismo la más seria. Quizás no la dejo salir porque sé de antemano que será un esfuerzo fútil. Pero si no lo es, valdría la pena arriesgarlo todo para que la lealtad contamine el corazón de los seres humanos.


Manzana mordida


No sé si existe el olor a manzana mordida, pero para mí es el olor particular que emanaba mi abuela, cuando acompañaba pacientemente mis juegos infantiles en el parque de la plaza de Uyuni. Por muchísimos años, me había olvidado de ese olor particular, hasta que volví a sentirlo emanando de las casas en un barrio viejo de Sucre. Los rostros que ahora veo en la calle me son completamente desconocidos, pero este aroma me hizo sentir en casa, un efecto similar al que me producen los techos de teja española, las paredes blancas y los jardines con pasifloras. Por primera vez hice conciencia plena acerca de la seguridad que me dio el abrazo de mi abuela y su beso cariñoso en la frente cuando -como resultado de una de mis travesuras-, me caí del carrusel del parque. Este recuerdo grato es ahora uno de los mayores tesoros de mi vida, al igual que el olor a manzana mordida.


Eugenia


La disposición de objetos en la habitación me dio una sensación de buen gusto. A pesar de que había algunos almohadones tirados en el piso sobre la alfombra, la manera aleatoria en que habían sido colocados, cerca a unas macetas sobre unas mesitas de madera, los hacía ver por decirlo de alguna manera, ordenados en el desorden general de la habitación. Unas notas de música caribeña envolvían la media luz natural del ambiente, calentándolo y tornándolo alegre, en sintonía con unos cuadros adornados con motivos étnicos que se encontraban guindados en la pared lateral.
Eugenia apareció por la puerta del fondo de la habitación y corrió para abrazarme. Su aroma se esparció por mi cerebro y su cercanía me hizo sentir feliz. Comenzó a hablarme y me preparé para disfrutarla, porque una de las cosas que me hizo enamorarme de Eugenia fue su amplio conocimiento de la literatura clásica. Me contaba anécdotas extraídas de libros, de pronto y sin anunciarlo recitaba algún poema exuberante, o me explicaba situaciones vividas por amantes en tiempos y lugares recónditos. Su modo de describir lo leído era una obra de arte en sí mismo; añadía elementos contextuales para mayor claridad, cuidando de mantener la esencia del relato.
Esta vez no pude comprender el sentido de su relato. Dos amantes se encuentran como por casualidad en la fiesta de fin de semana de un pueblo alpino, y después de bailar unas piezas musicales, la muchacha decide marcharse para evitar que su madrina se de cuenta que salió furtivamente de la casa. Eugenia con una sonrisa dulce me dijo:
- ¿Y por qué te preocupas? Solo disfruta lo que te cuento, no tiene que tener necesariamente un mensaje.
Luego me besó con dulzura, haciéndome palpar las nubes con los dedos. Así es ella: siempre deja claras las cosas. Me educa con amor acerca del amor, y me parece que ésa es la mejor forma de amar.
El ladrido del perro en el patio a causa de un auto que pasó velozmente por la calle, me hizo perder la concentración. Me di cuenta que tenía un libro entre las manos y Eugenia no estaba conmigo. Desde que Eugenia se marchó ya nunca más pude dejar de leer y en mi locura por su ausencia, aún la imagino relatándome aquello que leo en la soledad de mi habitación. Esa habitación con almohadones desparramados desordenadamente sobre la alfombra del piso.

sábado, 1 de mayo de 2010