viernes, 3 de febrero de 2012
Melody Geraldine
Breve reseña biográfica de Melody Geraldine
Melody Geraldine nació en Buenos Aires el 18 de marzo de 1987. Desde chica se interesó por la literatura como otro modo de ver y entender la realidad; de trascenderla. Cursó estudios de Letras en la Universidad del Salvador, Dirección de cine en la escuela Cievyc, y realizó un breve paso por la Universidad de Buenos Aires. En la actualidad se considera autodidacta. Acaba de publicar su primer libro de relatos cortos “Vencidos”, por editorial El Reino. Al momento se encuentra escribiendo su segundo libro de relatos.
Texto VI del libro Vencidos
La cabellera larga debajo de la almohada, la piel clara, los ojos abiertos. Ella no puede dormir desnuda como él. No. Él está tranquilo, ausente, lejos del drama, con los ojos cerrados. Mauro duerme como un niño alborotado que al fin descansa, duerme lejos del mundo mientras ella no para de pensar, mientras piensa y no piensa nada, ella, ella que lleva la paz adentro hundida desde siempre y apenas piensa, ve cómo llegan imágenes sin sentido o recuerda o mira los hombros de él, allí envueltos en la sábana: ese cuerpo de fantasma. Trunco allí donde la mirada abierta de Daniela no se detiene, allí en los pies que se rebelan y sobresalen de la sábana que va y viene. Porque el cuerpo que ya no es fantasma, acalorado, se desprende de todo ese falso vestido, y ahora, en el lugar de los hombros está su boca, la boca de Mauro balbuceando saliva, como un niño que vuelve a ser alborotado. Daniela gira y el ruido de la cama lo despierta. Los ojos abiertos se encuentran. Qué te pasa mi amor no te podés dormir. No. Él la acaricia, vuelve a ser niño, ella besa la mano, la caricia de niño, y duerme. O no. Otra vez las imágenes difusas de aquel sueño que no es sueño, la boca abierta de Mauro, la noche desde su llamado cósmico, el silencio en la habitación ungido de aquel grito cósmico, el sueño que no es sueño es imagen difusa y es paz en el bosque, la respiración de Mauro como suave brisa en el bosque, un cielo de verde follaje y las caricias de un niño, allá tan lejos en otra vigilia, en otra vida. Suena el teléfono y Daniela abre los ojos. Mauro ausente, con su boca abierta, en algún bosque. Ella sabe, mientras se levanta y camina hasta la mesa, mientras cuida que los ojos de Mauro permanezcan cerrados, que allí se encontrará con la voz, la voz de las entrañas que no es paz, la misma melancolía de siempre, apenas un ruido que irrumpe como grito en el desierto y lo aturde todo. Su madre calla del otro lado. Respira como si respirara el viento del fin del mundo, silencio, y habla. Se siente sola -dice- sin ella en casa se siente sola, no puede dormir, no quiere vivir. Y la artrosis, la espalda, el frío de la noche. La humedad que hay en esa casa, el abandono. Abandonada por todos, la precursora del fin simula un brevísimo llanto, y luego la artrosis, la humedad, el pasado y el pasado. Y la mirada abierta de Daniela viaja hasta la cama, esa cama tan cerca y a la vez tan lejos, al lecho del amor y el desencuentro, al brazo de Mauro buscando un cuerpo que ya no encuentra, y su propio cuerpo perdido allí junto al teléfono, suspirando un presente, una vida, que siempre es pasado.
Daniela se recuerda junto a la mesa, la taza de café de esa misma tarde, las noticias que escuchaba su madre por la radio, algún comentario de irse a vivir con Mauro, la luz amarilla, la pintura corroída en el cielo raso, el silencio contenido de su madre ahora vibrando húmedo desde el otro lado. Desde el otro lado de la vida. La mirada egoísta de su madre como respuesta al nombre de Mauro, un egoísmo sutil, disfrazado de miseria y vejez incipiente, y el corazón de Daniela, sí, el corazón, sufriendo el dolor de reconocer al fin, en esa mirada, en ese momento -la radio de fondo y las noticias repetidas, la humedad, el sillón de su madre, su madre allí silenciada- que hay gente en este mundo que acaso busca la soledad, busca el infortunio, la desgracia y el rechazo, sólo para justificar el llanto, el dolor por el dolor mismo, como si fuera una virtud. El sentido de nuestras vidas allí en unas lágrimas justificado. Y ella sintió pena por su madre, y siente pena ahora por esa nostalgia que vibra en el teléfono, sin consuelo, sin fin, y aleja de sus oídos, esa voz que repite historias, las mismas historias de siempre, y mira los pies en la sábana, el libro en el suelo, el pelo de Mauro.
Daniela busca un pantalón en el bolso, una camiseta, y se viste sigilosa para no despertarlo. Tal vez si fueran marido y mujer su madre entraría en razón y dejaría de presionarla tanto. O quizá podría convencer a Mauro de mudarse juntos a algún lugar cerca de su casa. No sabe, no sabe, no sabe qué hacer ahí ya vestida sentada en el borde de la cama. Mira esos pies desnudos, las películas esparcidas por el suelo, ese libro, esa cama. Mucho más que un sueño. Acaricia las mejillas de ese hombre-niño lejos de todo. Le da un beso y él apenas despierta, la mira, con sus pesados párpados de noche negra en la paz del desierto -aquel desierto que pudieron compartir- la mira y pregunta o no pregunta, susurra y ya sabe, no tienen que decir nada, se besan, se despiden. Ella sale de la habitación, atraviesa el pasillo, el salón. Cierra la puerta de entrada sabiendo que él no va a recordar. Porque él nunca recuerda lo que pasa entre sueños, sus párpados llevan el peso de la noche negra, en la paz del desierto. Ese desierto que ella añora, la paz hundida adentro y la paz con él. Nostalgia de lo que apenas vislumbra y siempre es pasado.
Daniela piensa, una vez en la calle, camino a la estación, en su madre. En la responsabilidad de cuidarla, de estar con ella después de todo lo que ella le dio, todo el cariño y el amor, y el amor que hoy ella siente por su madre, el amor encontrado que a veces no es amor y es otra cosa, algo sin nombre que no reconoce. Y mira las pocas almas que transitan la estación, la noche, y esperan. Ella también espera, y el ruido viene, otra vez el ruido interrumpe imágenes, alguna palabra suelta en la mente, y el tren llega a interrumpir, definitivo, las almas. A llevárselos a todos a algún lugar. Al siniestro destino que llevamos adentro.
Y mira a las pocas personas allí sentadas, cada una conectada a su máquina, a sus teléfonos y a su música, mensajes que no dicen nada. La luz blanca, azulada del vagón. Y la belleza, la belleza que ella encuentra, a pesar de todo, ahí envuelta en esa música, la música que viene de su propio aparato y la transporta lejos, la eleva. Tan alto y tan adentro de ese mismo vagón en el que está ahí sentada y no piensa en Mauro, no piensa en nada, sólo mira y regresa y sobrevuela. Y la música la sostiene sobre un gran colchón de sueños que no terminan. Pero luego debe bajar, la realidad se aproxima ahí en la estación. Y ahora camina y no siente, no piensa en nada y no escucha nada, y llega a su casa, entra, y no espera nada.
Pero apenas su madre escucha el sonido de las llaves, va hasta la puerta, seguramente cambia la expresión de su rostro, tensa la mirada, arquea la espalda hacia delante. Y se mojan brevemente sus ojos cuando recuerda la invocación de la muerte. Porque su hija vino a salvarla de la soledad y la muerte. Su hija el ángel que parió en otra vida.
Daniela saluda a su madre, le da un beso, una caricia en el pelo. No te preocupes mamá, ya estoy acá con vos, no estás sola, yo te quiero. Aunque no importa cuántas veces Daniela repita en su boca el amor, porque su madre, al menos desde que ella recuerda, desde que su padre se fue, su madre siempre, siempre, está sola. Otra caricia y te quiero mucho mamá, mientras va hasta la cocina, se sirve un vaso con agua, se despide, y lo más triste, es que realmente la quiere. Y se quieren. Y tal vez cada una sea lo que más quiere la otra en este mundo, y sin embargo…
Daniela ahora está sola, su madre al fin se fue a dormir. Y ella está sola. Sola en su cuarto, se desviste, se recuesta. Trata de invocar la paz que lleva adentro cada vez más hundida. Paz lejana. Del desierto que ahora es ella. Ella, ella en la cama revuelta, donde el sueño no llega y la tristeza no claudica. No aquí en la tierra de los vencidos donde el destino es el único destino y la vida llega marcada desde otro tiempo. Y la libertad no existe.
Su impotencia, que es tristeza, queda ahogada en la garganta como un nudo. Y su cuerpo se mueve entre las sábanas, en la penumbra del cuarto. Como un fantasma desesperado que nadie vio. Y no, ella no puede desatar sola esos nudos ancestrales. Por eso se levanta y camina hasta el teléfono, y marca algo que ya estaba marcado. Mauro atiende y escucha: la nostalgia húmeda que suena del otro lado de la vida, como si viniera del pasado.
Texto X del libro Vencidos
El tránsito invade la habitación. Me invade el cuerpo débil, cansado, enfermo del horror. Y el sol penetra como queriendo derretirnos -con la misma furia del infierno- nosotros aquí pagamos. La miseria de quién, el pecado de quién. Nada es de nadie. Y yo ya no puedo llorar, ya no siento. Sólo siento alguna cosa, el aroma del café de la mañana quizá. Pero luego el aroma del humo que se expande hacia la demencia se detiene hundido en mi garganta y resucito, recuerdo, que ya no puedo sentir nada. Y debo recordar, una y otra vez, cuántos años estudié para llegar. Enclaustrado como un preso sin recuerdos, doblemente preso. Qué puedo hacer, si ya no me importan, me dan pena. Qué, qué puedo hacer si ya no puedo llorar. ¿Porqué? Porque si acaso me dignara a hacerlo, terminaría ahí, en el fondo, como ellos.
Estas infantas uniformadas no comprenden la enfermedad, no. Yo sí, yo estoy adentro y me sacrifico o acaso no es así. Yo vivo en el pantano y el barro no me toca.
Escucho a Javier que me mira, que está ahí sentado y me habla y es ausencia, y pienso en Juana, la pobre Juana, no tiene arreglo. Ya nadie la escucha. Nadie la visita ni la recuerda. Por eso va y se desnuda y camina desnuda a la noche por los pasillos. Juana, la abuela Juana, logró que todos se acuerden de ella antes de irse a dormir.
Para mí la locura solía ser aquello oculto, vedado, aquello desconocido, insondable. Y lo desconocido era la libertad. Alguna forma de la libertad. Con el tiempo aprendí, que lo desconocido es la muerte o la libertad. Y yo sigo vivo y no puedo llorar.
El tránsito suena adentro. Me dan pena los de afuera, me dan pena. Javier López habla y habla, y por momentos no habla sólo me mira y se queda callado y no puede, nada. Yo le digo que no importa, que diga lo que quiera y que si no quiere hablar que no hable, que desde el silencio también se habla. Pero yo sólo escucho el ruido de los autos afuera, y el sol me aturde y mi alma grita, adormecida, que no debería escucharse nada desde acá adentro, que esto es el colmo del colmo de todo, esto está más abajo que el infierno, más sucio que el pantano, las paredes como escombros, los baños olvidados, las enfermeras que no entienden siquiera el mundo de allá fuera, apenas burócratas anticipadas de la parca. Y la mesa, donde apoyo mis papeles y mis notas que no sirven, donde se instalan mis manos y por momentos las suyas, la veo arañada, atravesada –allí donde se escriben las respuestas- por las sombras de las rejas, las rejas de la ventana por la que entra el sol y el ruido. Como si fuera el preso de algún sueño.
Y yo debería haberme ido de este lugar, debería, antes de perder a Silvina, debería, antes de perderlo todo. Pero hace ya demasiados años de eso. Ahora estoy aquí, y Javier López habla y habla, con el sonido de su voz subterránea, mientras me mira y me atraviesa con sus ojos perdidos y el color de su piel muerta.
Años entre estos pasillos, viendo el sol filtrarse por las rejas de las ventanas, las sombras siempre arañándolo todo. Como si estos hombres fueran carne quemada al sol y no, no, quedan crudos bajo el sol que apenas entra y los rasguña. Entre barrotes. Ellos, acá, no tienen opción. Yo sí, yo vengo y los escucho. Y los medico, un poco, los alivio. Pero ya no sé qué puedo sentir. Mis sueños se repiten, sólo siento el peso de mi cuerpo débil y cansado, mi mente que pesa como un calvario. La voz de Javier allá profunda, el calvario que me aplasta, y el aroma del café de las mañanas de las que reniego, ya no lo siento.
Allá en la pared un cuadro de Toulouse que colgué alguna vez. Miro nuestras manos en la mesa entre barrotes, los ojos perdidos, las piernas festivas de esas mujeres en la pintura, allá en otro siglo, en otro destino.
Cuántos muertos habrán mirado esas piernas.
Y pensar que algunas de estas personas están acá dentro hace veinte, treinta, cuarenta años. Casi tantos años como yo. Acaso no fueron salvadas ¿Por qué? Cumplen la pena eterna de no tener cielo, cumplo yo la pena, el castigo, de ser yo quien los salva, de la nada hacia la nada. Los acompaño en la espera, en la espera de qué. De la nada hacia la nada. Por eso los drogo, me drogo, para borrarnos el pasado.
Es verdad que alguna vez creí que con el solo entusiasmo se podía curar. Con inteligencia y esfuerzo. A quién, ya no sé, ya no recuerdo. Tampoco se de dónde venía mi entusiasmo.
El sol penetra mi martirio, la voz subterránea, los ojos muertos de Javier. Yo le pido que me disculpe, que voy a cambiar de lapicera -porque algo estuve escribiendo todo este tiempo, qué, ya no sé, algo que a nadie le importa sobre las palabras estériles del pobre Javier- porque los papeles marcados sobre la mesa se llevaron sus restos y abro el cajón, veo el retrato de mis hijas, y le pido una vez más que me disculpe un momento, mientras agarro otra lapicera, y contemplo a mis hijas, tan lindas, tan, tan lejos ya. Y vuelvo a escribir, anoto mientras él habla y habla y titubea y no dice nada y una ráfaga de aire o viento entra por la ventana, con el ruido y el sol, y vuela una de mis hojas, y me da miedo, esta vez, que Javier lea alguna palabra de las que dicen mis hojas. Y pienso en Juana, una vez más, la pobre Juana, a veces pienso que quizá sea la única que haya sido salvada en este lugar. Una mujer sola, abandonada, que se desnuda para existir. Que todavía quiere luchar contra el destino. Y yo todavía no siento nada y no puedo llorar, y tengo miedo de que Javier lea lo que escribo y ni siquiera recuerdo, lo que no escribo, entonces decido ir al suelo a buscar palabras sin sentido que se arrastran y me arrastran y las sujeto. Y entonces miro sus ojos, la pura ausencia, escucho que habla, sin sentido, la carne cruda, los ojos y pienso: pobre infeliz, no tiene arreglo.
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