Contradictorio es el amor desbordante que se escapa del corazón cada mañana al ver un mundo hermoso y puro que envuelve con el punzante dolor de odio que se clava en el pecho al rato de despertar y ver un mundo horrible y destruido que envuelve. Es la contradicción de vivir con una vasta sonrisa estampada en la cara sin saber porque está allí, la misma contradicción que significa sostener esa sonrisa frente a la gente desagradable simplemente porque años de prejuicios y errados valores hicieron que dedicara muecas de asquerosidad a gente que –tal vez- no lo merecía. No menos contradictorio que los mismas contradicciones que todo el mundo comparte, como querer salir a pasear cuando se está enfermo y no querer salir de su casa cuando se tiene la noche libre, o como enamorarse de la persona que nos evita y evitar a la persona que se nos enamora. Tan contradictorio como llevar esas contradicciones encima y aborrecer la idea de compartir contradicciones con la mediocre común. Contradictorio como llorar, largo tiempo después, por los amores perdidos adrede, pensando en las infinitas posibilidades de ser amado que se disolvieron en las intenciones, cuando en aquel presente pasado solo podía pensar en la libertad quitada y la incomodidad de la compañía no querida. Tan contradictorio como sostener ideologías impuras, basadas en preferencias efímeras del momento casual, sin jamás haber sentido un sincero acercamiento a ninguna creencia popular o colectiva. Eso es lo contradictorio de vivir en un mundo sin querer pertenecer a él, de ser parte de un conjunto y buscar la manera de escapar, la contradicción que se vuelve necedad al creer que existirá una respuesta en otro lado. Es otra contradicción compartida con el resto de la humanidad, siempre buscando la aceptación de un nicho para encerrarse allí y odiar al que se encuentra en frente. Contradictorio como los creyentes en dios que se odian entre sí porque creen que el dios del otro no es el mismo en el que creen ellos, contradictorio como quien pelea por derechos de igualdad pero no quiere dejar de ser parte de un grupo menor y aislado porque le quitarían lo único sobresaliente de su persona, contradictorio como quien defiende la vida y los valores éticos pero mataría a todo aquel que no sigue sus reglas . Tan contradictorio como una catarsis sobre contradicciones. Como vivir en un desinterés absoluto hacia la existencia y al mismo tiempo vivir enojado por la gente que baja el cordón de la vereda esperando que corte el semáforo o por las viejas que se forman delante de una fila de colectivo sin mirar la gente que espera detrás.
Es un mundo contradictorio, que crea y luego tiene que sobrevivir a la evolución de su creación. Somos animales contradictorios, que vivimos mirando a un futuro incierto y desconocido y al momento de finalizar sólo podemos mirar al pasado. Es una vida contradictoria, que solo necesita lo que existe para continuar, pero no puede evitar buscar más donde no lo hay. Es un autor contradictorio, que un día escribió lo que sentía y otro día escribió aquello que dejó de sentir.
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Porque aquello que una vez existió ya no es y lo que no era, ha llegado a ser
Ovidio – Metamorfosis
Hubo un tiempo donde el personaje comenzó a crecer con absoluta independencia de la persona, madurando a una velocidad mayor que su creador, dándole la fuerza y decisión que jamás hubiese conseguido por cuenta propia. Frente a la avasallante avanzada de su alter ego, el sujeto real fue relegándose a un costado, permitiendo no sólo que su invención tuviese pensamiento autónomo, sino que tomase las riendas de su completa existencia. Lentamente, la persona fue abandonando la obligada realidad donde tenía que vivir y el personaje se encargó de armar la irrealidad para satisfacer un ego demasiado presente y necesitado de aventuras. Al momento de la división entre real e irreal, entre persona y personaje, entre vida y sueño, el humano de carne y hueso que cargaba con tales ambigüedades, era sólo un niño. Un pequeño capaz de desmembrar la vida en fragmentos y utilizarlos según la conveniencia, pero un pequeño al fin. Aún no conocía al mundo que lo rodeaba, sólo llevaba una vaga idea de él armada en base a más odios que amores y más frustraciones que alegrías.
El personaje ficcionado creía ser capaz de cualquier tarea, creía con fervor en una superioridad sobre todos sin parámetro ni coherencia, creía en sus palabras como las verdades más absolutas y certeras, todo lo contrario a la persona que era incapaz de levantar la vista en público por miedo a la humillación o el completo desinterés ajeno.
El niño, de manera inconsciente, ganaba valor para afrontar el complejo mundo que lo absorbía gracias a la capacidad de hacer hablar a su ego antes que a su personalidad, parecía que en poco tiempo estaría listo para abandonar completamente todos los frenos que se auto imponía y podría lograr vivir en su idílico mundo de ensueño, rodeado de las mentiras que él creía verdades.
Pero sin aviso previo, el niño creció. Y junto a las confusiones hormonales clásicas de todo preadolescente, llegaron confusiones más complejas, propias de un sujeto que no quería entender donde estaba la separación entre real e irreal. Antes era relativamente fácil vivir en un mundo creado por completo en la imaginación -donde él era dios, rey y mejor habitante al mismo tiempo- si las tareas más difíciles de llevar en la realidad eran soportar a una madre promiscua y odiar a otros jóvenes sin razones en particular. Pero en el momento de salir al mundo, de vivir las reales experiencias que marcarían y determinarían su ser, la persona se encontró con la mayor contradicción de su vida. Resultaba que esa vapuleada realidad no era tan terrible como él quería creer que lo era. De ser un niño solitario y amargado, pasó a ser un joven con amigos, amargado aún, pero capaz de reír por cada situación. Porque su realidad estaba llena de absurdos momentos y bizarras compañías que superaban a su mentira creada.
La aparente fácil solución que se le presentó no lo dejó conforme al instante. Descubrir que todas las posibilidades inventadas por su florida imaginación eran sólo una herramienta para escapar de la cotidiana realidad de su hogar lo hicieron sentirse hipócrita. Todos aquellos sueños no eran más que una inconsciente manera de destruir la enseñanzas y marcas que su familia le dejaban, nada más necesitaba salir afuera, necesitaba compartir sus penas con otros iguales a él para sentirse pleno con la realidad que le tocaba por azar. No es que de un día para el otro empezó a amar a sus prójimos -no está en él ese sentimiento- tanto como a sus vivencias, seguía considerando pura mierda a cualquier individuo que se le cruzase, pero no podía encontrar una excusa para abandonarlos y volcarse nuevamente a una fábula porque sin saberlo, todos aquellos que lo acompañaban, le daban más satisfacción que la soledad auto impuesta.
El joven, sin embargo, no perdió su coherencia. No pasó que de un día para el otro dejó de usar su cerebro para volcarse plenamente en las reales vivencias diarias, no pasó tampoco que abandonó el deseo incontrolable de destrucción y lo cambió por un insensato estado de paz y amor, de haber sido así significaría que el sujeto que alguna vez fue ya no existiría. Y puedo asegurar que aún está presente. Pero a partir de esos años la apuesta se transformó, si la realidad podía volverse amena, o al menos divertida, debía tener la característica de estar siempre mutando, porque ante el primer indicio de rutina, se aburriría y entonces volvería a su estado de introspección y ensueño. Así se propuso vivir de la manera menos previsible, jugándose a cometer todos los errores posibles, haciendo todo mal y cagándose en absolutamente en todo lo que pudiera repercutir. El futuro estaba lejos, por el momento sólo debía preocuparse por hacer del presente una realidad tan insensata como la mentira que siempre soñó.
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Vivir solo cuesta vida
Cada persona carga con sus vacios difíciles de llenar; existenciales, sentimentales, físicos o de cualquier otra índole, y todos están y hacen ruido dentro de uno. A raíz de ello se busca la manera de ocupar ese agujero negro de diferentes maneras, como los hombres de pito chico que compran autos grandes, o las señoras cornudas conscientes que sacrifican su orgullo por unas vacaciones en algún hotel de varias estrellas. En ambos casos, bienes materiales para justificar falencias. Pero también existen huecos que no se llenan con objetos, porque nacen de la duda misma de la persona -tal vez el vacio más común entre los seres humanos- por eso la religión existe y es parte de la vida cotidiana, para justificar lo injustificable, para regalar una solución barata y simple al mismo sentido de la vida.
Decidido a no creer en un dios de caricatura ni en fáciles respuestas para entender mi persona, comencé una búsqueda interior sin rumbo fijo. A causa de una imagen religiosa demasiado profunda en mis vivencias diarias, sentía que el oscuro pozo que me abarcaba se debía a la falta de una imagen santificada, a una persona a la que le debía mi lealtad y gratitud, tal como veía que los devotos lo hacían, volcando toda frustración así como agradecimiento a una figura invisible que nunca respondía, salvo que uno se convenza de lo contrario. Pero siendo yo el sujeto que buscaba, esa tarea no fue fácil. El concepto en si era totalmente contradictorio a mi deseo de destrucción e indiferencia al mundo real que nos rodeaba, encontrar una figura lo suficientemente grande y abstracta donde enfocar mi fe requería prestar atención a lo que sucedía, a escuchar y entender los mensajes que flotaban en el aire. Demasiado complejo me pareció en el momento -o sólo desgastante- razón por la cual al poco tiempo de búsqueda espiritual, me frustré como tantas otras veces había hecho con otras metas. Volvía a sentirme solo como siempre me había sentido, desesperanzado, y obviamente, vacio. Al igual que todas las veces anteriores donde abandonaba la tarea antes de empezar, me volqué en el cine para olvidar los dilemas existenciales, tal vez con una leve esperanza de encontrar allí la respuesta a la pregunta que nunca hice, como otras veces sucedió. Pero esa vez no pasó, no sentí que hubiese la suficiente cantidad (¿de qué?) para hacerme sentir en paz.
El error que en ese entonces no visualizaba estaba en que continuaba buscando una respuesta para mí solo, un dios personal que me hablara personalmente y viviera exclusivamente para satisfacerme, cuando en realidad necesitaba pertenecer, esa era la respuesta a la duda existencial. Todos quieren pertenecer, ser parte de algo más grande que ellos mismos, pero yo no podía darme cuenta de esa solución porque era directamente inversa a lo que creía correcto, la soledad y el aislamiento. Tuvo que pasar sin notarlo para llevarlo a cabo.
En las tardes perdidas de Parque Chacabuco fui gestando un amor idílico hacía la música, la imagen y el mito de Patricio rey y sus redonditos de ricota, sin caer en cuenta al principio que todos mis amigos y conocidos a mi alrededor también lo hacían. No se trataba simplemente de la constante banda sonora que nos acompañaba a cada hora, poco a poco se fue metiendo en nuestras vidas como… el dios que nos hacía falta. Empezó con la compra de los viejos discos, después fueron algunas remeras hasta el punto de no tener ninguna que no tuviese la cara del Indio Solari estampada, aparecieron las toppers, los morrales y los pañuelos sucios. La suma de horas escuchando los temas y tratando de entender las metáforas ricoteras, deshaciendo estrofas y encontrando pistas para acrecentar la leyenda que adoptábamos se habían vuelto normales, era la manera en que nosotros perdíamos el rato. En el medio, los redondos sacan su anteúltimo disco, último bondi a Finisterre; por mi edad fue el primero que compré el día que salía a la venta, y a pesar de no ser el disco más querido para el exigente público redondo, viví la emoción de reservar un ejemplar una semana antes para en el día de lanzamiento esperar ansioso a que la disquería del barrio abriera sus puertas. Luego llegaría la confirmación del fanatismo con el primer recital al que puedo asistir, Racing en el año 1998, y aunque aún no me daba cuenta, ya pertenecía completamente a una tribu, era parte de una fauna tan reconocible como lo es la ricotera, y Carlos Alberto Solari se posó en mi altar falto de santos para convertirse en el relleno de mi vacio. Y así le prometí fidelidad a mi nueva religión, fui sumándole todos los aspectos que se requerían para pertenecer de la manera debida, desde la ropa ya mencionada, pasando por la actitud de vagancia, el cartón de vino de un peso con jugo en polvo, los porros a la noche en el parque, la mugre corporal, el flequillo recto, las ganas de un tatuaje explícitamente ricotero (suerte que era tan pobre), el odio a los Ratones Paranoicos, el fundamentalismo anti chetos y todos los viernes y sábados a la Reina de sarmiento. En realidad, primero caímos en la última etapa de La Negra en Flores, un antro como pocos, donde un grupo de mocosos como nosotros veíamos a viejos trasheados reventarse hasta el desmayo, bailando rocanroles desaforados junto a sus minitas culonas con calzas coladas hasta el intestino, y alcohol, mucho alcohol y actitud de desinterés. Al poco tiempo que empezamos a ir a la Negra, cerró sus puertas para siempre, de ahí toda la fauna se mudaría a Sarmiento 777, el sótano clandestino donde funcionaba La Reina. Y ahí hicimos hogar yendo cada fin de semana, viendo las mismas caras y escuchando los mismos temas en el mismo orden cada noche. Los personajes clásicos, como el enano que siempre se embriagaba y bailaba hasta que las luces se prendían, que varias veces cayó de bruces al suelo por la borrachera, regalándonos a los presentes una carcajada valida. O los integrantes de Villanos que siempre pululaban por ahí con cara de pelotudos, o la stona ruda y grandota que todos creíamos tortillera.
En el momento no me daba cuenta que pertenecía, no creía ser parte de un montón igual. Creía que seguía siendo único. Tal vez, de haberlo descubierto en el instante hubiese renegado al respecto, pero al ser inconsciente cada día me potenciaba más. Así trabaja la fe, calando en silencio y sin aviso, porque en el momento menos pensado se hace la hora de la misa y uno no puede faltar, sino el dios se enojará. Para algunos será el domingo a las ocho de la mañana, para otros en el fin de semana a la medianoche. De todos modos, dios estaba presente y yo lo escuchaba.
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