domingo, 22 de junio de 2014

Martin Petrozza

SIETE MESES CON BECKY

Becky odiaba a mis amigos y a mi gata Mariana y a todo lo que tuviera que ver conmigo, incluyéndose a ella misma. Me odiaba porque vivíamos en una habitación de casa de huéspedes en la colonia Roma, y porque nuestra parte del refrigerador compartido estaba siempre llena de cerveza o vacía en su totalidad. También odiaba la casa de huéspedes y a los huéspedes, y a las cajas vacías de cigarrillos que yo dejaba por toda la habitación, y a los ceniceros abarrotados de colillas como montañas que solía coleccionar en la cornisa de la ventana.

      Me enrollé con Becky después de terminar mi relación con una chica de Satélite a la que dejé de ver porque el recorrido hasta el Estado era una penitencia que no estaba dispuesto a sufrir por nadie. Becky era la clase de mujer que buscaba liarse con un hombre rico. Por aquel entonces yo había recibido un dinero proveniente de mi padre, por motivos que no interesan ahora, así que no me costó hacer creer a Becky que yo era un hombre adinerado. La invité a salir un par de veces y en ambas ocasiones me gasté más de tres mil pesos en menos de cinco horas, lo que hizo a Becky morder el anzuelo. Pensó que yo era una especie de millonario excéntrico porque no trabajaba y vestía casi como un mendigo pero le regalaba chocolates de setecientos pesos y arreglos florales enviados hasta la puerta de su casa que me costaban mil pavos. Becky vivía con su madre en la Escandón; el sueño de toda su vida era mudarse a la colonia Roma o a la colonia Condesa. Cuando le dije que yo vivía en una casa en la calle de Jalapa no tuvo otro remedio que acostarse conmigo. Yo era el hombre que ella necesitaba.

      Comenzamos a salir en serio después de hacer el amor un  par de veces. La primera vez ocurrió en un hotel de la colonia Portales. Habíamos ido a la fiesta de un amigo escritor. Era una gran fiesta. Daban whisky y sodas italianas. Bebimos hasta emborracharnos y a la media noche salimos corriendo en busca de un sitio para hacerlo. Dos calles adelante encontramos un hotel, no muy elegante para los aires que se daba Becky, pero teníamos unas ganas del carajo. Un sol grisáceo y húmedo cayó sobre nuestros pechos desnudos al amanecer, un sol oscuro y satánico. Así supe que mi relación con Becky sería un tormento. No dije nada porque tenía un culo bastante bueno y podía soportar cualquier infierno si al menos tenía un culo caliente para acariciar por las frías noches del invierno de mi vida.

      La segunda vez lo hicimos en mi habitación. Llegamos a ella bebidos hasta la coronilla luego de una farra monumental en un bar de la colonia Condesa donde me gasté tres mil quinientos pavos en bebidas diminutas que costaban doscientos y trescientos pesos porque venían acompañadas de una sombrillita de colores y las servía una chica semidesnuda. Antes de entrar a la casa me planté frente a ella y le dije, estirando los brazos: ¡He aquí mi casa! Era una casa enorme, de construcción antigua y ventanales y fachada protegida por la secretaría de cultura o algo; una institución que preserva ciertas fachadas arquitectónicas porque son muy antiguas. Becky suspiró y sus ojos brillaron con la maldad de la avaricia. Como era de noche e iba borracha no notó que en la casa vivía otra gente y yo sólo rentaba una habitación. De todos modos, la sala era un espectáculo: había un candelabro enorme y sillones Luis XVI, que por supuesto eran pobres imitaciones, pero lucían bastante bien a la luz de la luna maldita que embriagó nuestros sexos para relacionarnos y destruirnos poco después, culpándonos por las desgracias de nuestras puñeteras vidas.  No hace falta decir que aquella noche hicimos el amor como un par de bestias extasiadas por el licor de un extraño brebaje.

      Despertamos a las tres de la tarde del día siguiente porque la gata se había cagado y hacía un olor espeluznante por todo el cuarto que picaba las narices. Esa fue la carta de presentación de Mariana. Aquella tarde Becky dijo que odiaba a los gatos. Tuve ganas de matarla allí mismo pero me contuve porque soy un asesino sólo en mis fantasías (he matado a mucha gente de formas atroces).

      Nuestra relación continuó así hasta que se me acabó el dinero y Becky fue descubriendo la verdad: yo era un escritor desconocido tan pobre como cualquier otro escritor desconocido. Para ese entonces Becky se había mudado a mi cuarto y toleraba todo porque seguía pensando, estúpidamente, que yo tenía una fortuna escondida en algún lado. Dejé que creyera lo que quisiera. No me importaba si se largaba al día siguiente. No se largó.

      Después de todo le gustaba echar trago conmigo. Decía que yo era uno de los pocos hombres que saben beber con clase. Es decir, que pueden beber durante toda la noche sin lamentarse y sin contarte su vida o sus derrotas o sus amores pasados y hacer el amor sin perder la dureza por haber bebido tanto. Desde ese punto de vista, Becky también sabía beber con clase. Podía soportarlo todo siempre y cuando la bebida costase más de ochocientos pavos. Esto fue el principio de nuestras riñas: ya no tenía dinero para algo más que cerveza en lata y no había otra cosa que Becky odiase más que la cerveza. Me iba a la tienda y regresaba con dieciocho latas de Billy Rock. Becky me echaba pleito porque toda esa cosa me costaba menos de cien pesos. Es lo que hay, Dios, decía yo. Destapaba un par de latas y las bebíamos en silencio mientras la gata se acurrucaba en mis piernas, o en las piernas de ella y se fastidiaba. A veces venían mis amigos y todos traían Billy Rock. Es lo único que bebíamos y Becky se volvía loca. Cuando se emborrachaba comenzaba a insultarnos. Gritaba que éramos un maldito grupo de borrachos sin clase. Yo dejaba que hiciera cuanto quisiera. Una noche aventó seis latas de cerveza por la venta y todos la peleamos por ello. Becky sacó quinientos pavos de su bolso y nos los aventó. Dijo: ve ahora mismo y compra una botella de whisky, maldito seas. Entonces la perdonamos. Bebimos el whisky sin vasos. No duró más de una hora.

      Por las mañanas dormíamos hasta que la gata se cagaba y yo debía levantar aquella cosa, tirarlo por el excusado y regresar a cama. Cuando regresaba Becky estaba fumando cigarrillos, mirando por la ventana, anhelando una vida mejor. Le decía: no tienes que soportarlo. Puedes irte cuando te plazca. Si estaba de humor me chupaba la polla con la ventana abierta y los vecinos se escandalizaban. Una noche recibí una llamada del casero. Dijo: ¿Petrozza, has leído el reglamento de la casa? Sí. Vale. Colgó el teléfono. Dos horas más tarde estaba en la puerta de mi habitación. No se permiten mascotas, dijo, lo siento. Alguien había corrido con el chisme. Mariana no es una mascota, dije. Me miró asombrado. Es una vieja amiga, vamos. Lo siento, repitió. Ya, dije. Se marchó sin decir nada más y pude mantener a la gata en adelante.

      Comíamos en fondas baratas, lo que hartaba a Becky. Se preguntaba cómo la gente puede comer estas cosas. No es que Becky fuese rica, ya dije, pero se las daba de reina. Así, decía yo y me zampaba un bocado de lentejas. Becky hacía muecas pero se tragaba su plato como un perro que come croquetas.

      Un sábado por la tarde fuimos a una reunión de escritores en la colonia San Rafael. Becky se quejó todo el camino. Hicimos el recorrido a pie y gritaba que yo la estaban matando lentamente. Bebimos vino. Becky era ignorante. Pensaba que el vino era una cosa muy sofisticada. Si supiera que nos costó ochenta pesos la botella… Cuando estuvimos bebidos nos besamos en la cocina de la casa. Le saqué las tetas del vestido y dio un gritito. No, dijo, hay que hacer las cosas con clase. Era su frase favorita. Se metió las peras y me llevó a la habitación. Allí se dejó hacer. Eso fue a las once de la noche. A las dos de la madrugada Becky desapreció. Se fue con un escritor chileno que conoció aquella velada. Mis compadres quisieron consolarme. No es nada, dije. Al día siguiente la escuché gritar por la ventana. Había dejado las llaves a donde sea que fue con el chileno. Asomé medio cuerpo por la ventana y le grité puta. Dio media vuelta y emprendió la marcha. Bajé por ella en calzoncillos. La tomé del brazo y la arrastré a casa. En la habitación se soltó a llorar y ofreció disculpas de un modo infantil. Luego de aquello volvió a engañarme cinco veces.

      Dejamos de hacer el amor con frecuencia. Bebíamos Billy rock y escuchábamos discos de Billy Idol, David Bowie, Frank Zappa, Led Zepellin y Willy Deville. Fumábamos cigarrillos y aplastábamos las colillas sobre las paredes. Becky se estaba resignando. Ya no se quejaba demasiado. Su queja más grande era la pocilga donde vivíamos. No había para más. Al menos, decía yo, estamos en la colonia Roma, ¿no? Becky asentía con la cabeza. Esas cosas eran muy importantes para ella. Podía decir: vivo en la colonia Roma. Nadie debía saber exactamente dónde. Ni exactamente con quién.

      De lunes a jueves bebíamos ajustándonos a mi presupuesto de las regalías de un par de libracos que había publicado y al dinero que enviaba la madre de Becky. En total siete mil pesos al mes. El alquiler costaba cinco. No quedaba mucho si descontamos las comidas y los cigarrillos. Los fines de semana nos esforzábamos por ser invitados a fiestas donde dieran bebida. Hacía llamadas a toda mi agenda hasta escuchar las palabras mágicas: ¡hay fiesta! ¡Hay chupe! Era una lucha constante por mantenernos ebrios. Cuando no bebíamos discutíamos. Cuando bebíamos también, pero en la sobriedad solíamos herirnos más. Cuando estás sobrio las palabras pueden ser dagas en el corazón. Borracho no. Borracho te importa un pito. 

      Una noche de martes, estando en la habitación, llamaron a la puerta. Era uno de los huéspedes vecinos. Quería saber si podíamos bajar el volumen de la música y callar nuestras risas. Lo estábamos pasando bien porque la madre de Becky había enviado más dinero del acostumbrado. Compramos vodka y vermú y preparamos martinis y los bebimos acompañados de carnes frías y aceitunas. Becky insultó al huésped. Cogió un puño de arena del arenero de Mariana y se lo arrojó a la cara. El chico se puso muy mal. Lo vi venir. Salté sobre él y le pegué con el puño en la quijada. Se largó echando pestes. Al día siguiente el casero llamó otra vez. Becky y yo dormíamos a pierna suelta. Petrozza, dijo, lo siento pero debo pedirte que desalojes la habitación. Ya. Antes de las dos de la tarde. Era medio día. Ya. ¿Quién era?, preguntó Becky. Nadie, dije y me volvía dormir. A las tres de la tarde tenía al casero encima. Venía con un par de matones para lanzarme de ser necesario. También estaba el chico que nos riñó anoche. Era un marica de la escuela de actuación. Tenía la cara morada y los ojos rojos. Nos miraba como un Diablo. Pedí hablar con el casero a solas. Salimos al patio. Le dije: verás, siento mucho lo de anoche, perdí el control. No hay remedio, sentenció. Espera aquí, ¿quieres? El casero esperó. Entré a la habitación. El chico se había ido y los matones aguardaban en la sala. Pregunté a Becky cuánto dinero teníamos. Alzó los hombros. ¡Cuánto!, grité. Becky miró debajo de la cama; solíamos guardar la pasta debajo de la cama, en un zapato viejo sin par que yo consideraba de la buena suerte. Sacó el zapato y miró. Mil quinientos pavos. Dámelos. Becky me estiró la plata. Regresé con el casero y se los di. Por lo daños causado, ¿vale? Miró el dinero un par de segundo antes de tomarlo. Luego lo tomó y se largó de ahí sin decir absolutamente nada. Camino a la habitación me encontré de frente con el marica. Le sonreí y le hice la señal de dedo. Se quedó con la boca abierta al verme entrar al cuarto como el que más.

      Aquellos días fueron los peores para Becky y para mí. Estábamos en blanco. Del vodka no quedaba ni gota. Había siete cervezas en el refrigerador. Eso era todo nuestro patrimonio. Bebimos las cervezas en dos días. Las cuidábamos como si fuese agua en el desierto. Comimos migas de pan. El tercer día fui al refrigerador compartido y robé jamón, queso, fruta y una coca cola. Becky lloraba. Puedes irte con tu madre, aquí las cosas están duras, le dije. Movía la cabeza de un lado a otro. No puedo, decía. ¿Por qué no? Becky había dicho a su madre que vivía en una casa preciosa en Jalapa con un hombre encantador que la cuidaba y la sustentaba. El dinero que le enviaba era para gastos personales. No imaginaba la realidad. No puedo partirle el corazón, decía. La madre de Becky era como Becky, siempre le inculcó buscar un hombre adinerado y Becky lo había intentado todos estos años (Becky tenía veintisiete años) sin lograr nada. Su madre comenzaba a pensar que Becky era tonta o no lo suficientemente buena para hacerse de un buen partido. Abracé a Becky y la consolé. Encontraremos el modo, dije. Becky negó con la cabeza. No confiaba en mí para ganar el pan. Siendo sinceros, yo tampoco. 

      Conseguimos sobrevivir un par de días más con el robo de alimentos. Compramos un periódico con quince pesos que encontramos tirados en la habitación y buscamos empleo. Becky pataleaba cada que yo leía uno para ella. Mira, aquí hay algo, le decía: vendedora de mostrador en centro comercial. Dos mil quinientos más comisiones. El tiempo se nos agotaba. Necesitábamos juntar el dinero del alquiler en menos de diez días y mi cheque no saldría hasta el mes siguiente, si no se atrasaba (solía atrasarse hasta quince días). Otro: mesera de bar en Álvaro Obregón. Quinientos la semana más propinas. Daba la impresión que estaba leyendo las Sagradas Escrituras delante del Diablo. Becky chillaba y se maldecía a sí misma y a mí y a la gata y a todos mis amigos y a esta casa de porquería. Finalmente dimos con uno: demoedecan para cerveza Sol. Setecientos por cuatro horas de degustación en eventos promocionales. Jueves, viernes y sábados. ¡Eso eran dos mil cien pavos la semana por tres días de trabajo y cuatro horas al día! Becky alzó los ojos. ¿Crees que yo… pueda? ¡Caray, exclamé, pero si estás hecha un bombón!

      Al día siguiente nos presentamos en la oficina de reclutamiento. Hicimos el camino a pie, hasta San Pedro de los pinos. Becky se metió en su mejor vestido y se maquilló. Las mujeres saben hacer esas cosas: lucía como una modelo de revista (una revista no muy elegante). Entró a la entrevista. Había un montón de chicas guapas y todas habían hecho lo mismo que Becky. Esperé fuera fumando un cigarrillo que pedí regalado un señor que pasaba por la acera, rogando a Dios que cogieran a Becky. Cuando salió se me fue encima. Me besó la cara. ¡Tenía el empleo! Comenzaba mañana mismo (hoy era miércoles). Debía presentarse en un bar de la colonia Del Valle. Regresamos a la habitación a comer pan dulce y agua embotellada.

      Pedí doce pesos prestados a un chico que vivía en la habitación de atrás de la casa y con el que no había tenido ningún problema. No fue un lío. Me los estiró como el que más y Becky y yo pudimos tomar el Metrobús hasta la Del Valle y llegar a la una de la tarde al bar. Había que promocionar cerveza Sol. Le dije a Bekcy que esperaría por ella. Me fui a dar la vuelta en busca de personas fumando que me regalasen cigarrillos. Cuando volví, la miré: Becky estaba con la charola en la mano, ofreciendo cervecitas Sol a los clientes y la gente que pasaba. La habían disfrazado de animadora. Lucía realmente buena. Llegué a pensar que setecientos pesos era poco para tener a mi mujer haciendo un trabajo tan vulgar. Había otras chicas. Todas estaban buenas, no sabías a cuál irle. Pensé que si me liaba con un buen número de chicas podía tenerlas trabajando. Los hombres que se acercaban miraban el culo de las chicas y escuchaban todo el rollo que debían decir sobre cerveza Sol. No había mucho que decir sobre una cerveza, pero Sol se lo tomaba muy en serio. Las chicas sonreían a los chistes de los hombres y éstos se iban volados con su cervecita. Algunos pedían hacerse fotos con las modelos. Las llamaban modelos. Se hacían las fotos y se iban empalmados hasta sus casas o sus trabajos y mostraban las fotos a sus compadres. Algunos hasta las publicaban en redes sociales. ¡Pelmazos!

      Bueno, así estuvimos dos semanas y pudimos pagar el alquiler. Sin embargo, el humor de Becky no cambió. Ahora decía que yo era un chulo, un padrote. No es justo que yo trabaje mientras tú te das vueltas y mendigas cigarrillos. Ya, dije, algo tengo que hacer yo, no voy a  quedarme a mirar todo el tiempo. Busca un empleo, amenazó. No lo necesitamos, dije, tu empleo es la puta madre, tres días a la semana y tenemos pasta y cerveza (Becky aprendió a robar la cerveza que no se degustaba, o la que escondían los empleados para que no se degustase). Sí, dijo, pero esta cerveza sabe a mierda. Era verdad. No sé cómo la gente puede beber cerveza Sol. Al menos cuesta más que Billy Rock, me defendí, y según tú… si cuesta más sabe mejor. Vete a la mierda, exclamó.

      Mi relación con Becky duró siete meses. Al séptimo mes comenzó a irse con los chicos del trabajo. Además de las demoedecanes estaban los supervisores y los animadores de micrófono. Eran compadres ejercitados y metrosexuales que habían cogido aquel empleo para follarse a las chicas. El juego no les salía mal. Esperaba a Becky todos los días de trabajo. Terminada la labor nos íbamos en Metrobús a casa. Un buen día caminó conmigo a la esquina de la calle y dijo que esta vez iría con los chicos a celebrar el cumpleaños de uno de ellos a un bar en Felix Cuevas. Dije que podía llevarme. Se negó. Es sólo para chicos del trabajo, ya sabes, va el supervisor y… Ya, dije. Hice el regreso a casa solo. Esperé a Becky hasta las once de la noche, bebiendo esa mierda de cerveza que era todo lo que había en el refrigerador. Me dormí. Becky llegó al día siguiente. ¿No crees que te hayas excedido?, pregunté cuando la miré entrar. No dijo nada. Se desnudó y se metió a la cama conmigo. Hubo unos minutos de silencio. Luego, mirando al techo, dijo: yo trabajo. Merezco una diversión de vez en cuando. Así quedamos, pero Becky comenzó a salir a fiestas más a menudo y yo tenía que hacer el regreso a casa solo y beber solo y dormir solo y esperar, esperar, esperar sin follarme a Becky porque llegaba borracha y cansada.

      Una mañana de domingo, en que Becky no debía trabajar, salí a comprar cigarrillos. Ahora ella pagaba el alquiler, la bebida, la papa y todos los gastos nuestros. Yo ahorraba el dinero de las regalías para un futuro mejor. Así acordamos. Su madre ya no mandaba dinero. Becky le había dicho que no lo necesitaba. Su hombre (o sea yo) había cogido un mejor empleo y estábamos de lujo, viviendo en nuestra casona de ensueño. Cuando volví encontré a Becky haciendo las maletas. Las mismas maletas con que llegó a mi vida un día de mayo. Eran un par de maletas de piel de la marca Louis Vuitton. ¡Qué coños!, grité. ¡Me largo!, respondió ella. Me senté en la cama y encendí un cigarrillo. No puedes dejarme botado, Becky, linda, por amor a Dios, recapacita. Becky no hablaba. Metía todos sus vestidos a las maletas y empaquetaba los zapatos en bolsas plásticas que no sé de dónde demonios había sacado. Venga, le dije, no es justo. ¿POR QUÉ NO ES JUSTO?, gritó ella. Vale, dije, porque yo te saqué de casa de tu puta madre. Becky no contestó. Dios, nena, ¿no lo ves? Todo este tiempo me he preocupado por darte lo que puedo. He hecho lo mejor para nosotros. Becky terminó de empacar. No era gran cosa. Un par de maletas y cuatro bolsas de zapatos. Un coche aparcó en la acera. Le escuché aparcar por la ventana. Me asomé. Era un Ibiza con quemacocos. Tocó la bocina. Becky se lanzó a la venta y gritó: ¡Ya voy! ¡QUÉ PUTA MIERDA ES ESTO?, grité. Es Richard, dijo. Luego agregó: ¡me largo!



      No hice nada por detenerla. ¿Qué habrías hecho tú? Cuando se fue fui al refrigerador. Cogí un par de cervezas Sol y las bebí pensando en Becky, en cómo la conocí. En su sonrisa cuando le pagaba las cuentas de los bares en Condesa y en su culo visto de la posición de perrito. En sus cabellos rubios y sus axilas depiladas. En sus pies blancos. Es su coño húmedo y cálido. En su boca que me chupaba la polla porque creía que mi semen era el semen de un millonario. En sus calzones. En su vello púbico rubio y bien depilado. En sus sueños de tener un hombre y una casa. En su madre, a la que nunca conocí, creyente del bienestar de su hija. En el chileno con que se fue aquella vez. En los otros hombres con quienes se acostó. Los conocía a todos. Eran amigos míos, escritores y poetas de poca monta. En la saliva de Becky sobre mi almohada. En los discos que escuchamos juntos. En las lentejas que odiaba. En su mirada malévola cuando enfurecía conmigo y mis amigos. En sus gritos desesperados porque sólo había Billy Rock. En sus tetas bien formadas, a las que había acariciado tata veces. En sus dientes blancos. En su pavor por la lectura y todo lo que tuviese que ver con libros. En su vestido rojo. En las toallas sanitarias que escondía detrás del excusado. En sus ojos güeros. En sus calcetas botadas por toda la habitación. En sus esperanzas de una vida mejor. En el zapato de los ahorros… ¡El zapato de los ahorros! Busqué debajo de la cama. Allí estaba el zapato. Lo saqué con desesperación. ¡ESTABA VACÍO!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno muy real de loque piensan lasm ujeres yc omo actuan me gusto mucho