martes, 11 de septiembre de 2012

Pedro Antoniassi

Ella vendrá.



Él espera.

Le pasan, hace alrededor de unos veinte minutos sin intervalos, los niñotes que escapan de la jornada escolar. Salen riendo. Corren y gritan, como si hubiesen recuperado algo que les habían… -no digamos robado porque queda feo- …suspendido por un rato. Casi cinco horitas de religiosa educación. Él, no les presta ni un centavo de atención. Sentado en una mesa, en la vereda de una de las calles más transitadas de la ciudad, espera. Paciencia oriental. El café hace rato que perdió todo su increíble aroma, al jugo de frescas naranjas todavía le quedaba un culito; lo más espeso, lo más pulposo, el agua andaba por la mitad (ni llena ni vacía) (ni buena ni mala), las galletitas ya eran migajas, manjar para las palomas que revoloteaban. Él, todavía inmutable. Espera.
Ni bien llegó, pidió el diario, fue al baño, en cinco salió, se pidió un cortado y se sentó en la ya nombrada mesa en la vereda de una de las calles más transitadas de la ciudad. Apoyó el celular en la mesa y esperó.
La mañana pasa volando entre lagañas, bostezos y laburos atrasados. Cuando levanta la vista de la monótona pantalla y mira ese reloj centinela que todo lo vigila, se aviva que es casi la una. Momento de abandonar la espera. Sale a la calle, al igual que otras miles de personas. Se dirige a algún bolichón, más o menos confiable, a ingerir algo, más o menos confiable, que sirva de almuerzo. En el trayecto la llama. Le pasan finito las motos; pequeños monstruos de fierros prepotentes, mientras ella, con seca dulzura, lo invita a esperarla, un ratito más. “En el barcito de la esquina de casa, no salgo muy tarde” le ordena.

Él espera.

Llega el segundo café, ahora con un tostado mixto, que manía de ponerle paleta. El celular no se sacudió ni una sola vez. La tarde empezó a apretar, el frío se acercó a esta ya nombrada mesa en la vereda de una de las calles más transitadas de la ciudad, la inmensa mayoría de transeúntes ya están en el calor de sus hogares. Prometió que llegaba temprano, que esta vez llegaba. Él, con la mirada muda y la garganta cerrada, retoma la espera.


Esa magia.


Otra vez vuelve esa magia. Esa mensual y poderosa magia
El 136 vuela sobre la Rivadavia. Del Centro al Oeste. Del Oeste al Centro. Trae tierra y acentos lejanos. Devuelve maquinaria laburante. No para siempre, no frena siempre… vuela, vuela, vuela… como un gran león verde.
Cabezas cansadas, piernas dolidas, dignidad renovada. Hoy, ese día, por el que valen los otros. Llenos los bolsillos de ilusiones cortas.
De su fluorescente y rotoso andar, disfrutan esta vuelta, las almas ajadas de sacrificio diario. El paisaje de luces arrastradas dibuja: bares, negocios de ropa, de electrodomésticos, de motos, de autos, de muebles. Hoy, al alcance de sus manos. Manos ásperas, que cargan bolsas y bolsas sin nombres, multicolores, llenas de infantil emoción.
Linda la noche. Llena de estrellas. Hoy la luna ilumina a todos. Se cuela por las cortinas, filtros del polvo de calles conurbanas, su plateada sonrisa. Imaginan esos pies que pisotean barro, que esta noche el sueño va a ser hermoso. Más cercano.
La felicidad explota en cada bache, en cada esquina. Esperando a que llegue eso que siempre amaga, pero que nadie alcanza. “La fe y el esfuerzo todo puede” se escucha como mantra en estos asientos. Con eso alcanza, si vieras sus caras. Pequeña poderosa justicia.
El 136 abandona la capital y se adentra zigzagueante en suelos de casas bajas. Refugios de sueños y esperanzas, de esfuerzo y de lucha, de fe y de amor. Hoy la mesa está abundante, hoy la panza está contenta. Hoy no importa su vida efímera, su cortita alegría.
Por hoy vale esa sonrisa. Sonrisa de niño. De regalo recién recibido. Por él vale el esfuerzo. Por eso vale.


Jorgito no sabe si debe ir al “after-office” con sus nuevos compañeros.


Un poco por la timidez del recién llegado, otro poco por costumbre.
Un poco por ser petiso, otro poco por las mujeres presentes.
Un poco porque no sabe romper el hielo, otro poco por educado.
Un poco porque nunca se convenció de la camisa, otro poco porque odia las camisas.
Un poco porque dice estar gordo, otro poco porque está gordo.
Un poco porque vive con su madre, otro poco porque está cómodo.
Un poco por su celular, otro poco por el de ellos.
Un poco por los zapatos, otro poco porque es el único.
Un poco por el pibe canchero que habla fuerte, otro poco por sus chistes.
Un poco porque tiene que llegar temprano, otro poco porque nadie lo espera.
Un poco por el alcohol, otro poco por el cigarrillo.
Un poco por la música fuerte, otro poco por tener que gritar.
Un poco porque le avisaron a último momento, otro poco porque le avisaron.
Un poco porque odia los bares, otro poco porque le fascinan.
Un poco porque va ella, otro poco porque va ella.
Un poco porque siempre quiso ir en patota, otro poco porque no destaca.
Un poco porque mañana va a ser terrible despertarse, otro poco por la resaca.
Un poco porque vive en un pasajecito en Mataderos, otro poco porque nadie conoce Mataderos.
Un poco porque no cena fuera de casa, otro poco porque no sabría que pedir.
Un poco porque le da asco comer el maní, otro poco porque se roba el posavaso.
Un poco porque no sabe contar anécdotas, otro poco porque no tiene.
Un poco porque tose con el humo, otro poco porque tose con el perfume femenino.
Un poco porque es alérgico a la naftalina de los mingitorios, otro poco porque hace en el inodoro.
Un poco porque no conoce de películas, otro poco porque le gustan la de Adam Sandler.
Un poco porque no le gusta la música bolichera, otro poco porque jamás escucho un tema.
Un poco porque cuando se emociona tartamudea, otro poco porque siempre tartamudea.
 

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