lunes, 23 de julio de 2012

Martin Petrozza


120 Tracy McVille - herido de guerra

Si Mutis hubiese sido dos centímetros más alto, le hubiesen volado la cabeza. Si Albert hubiese corrido más despacio, no se habría estampado de lleno contra la metralla enemiga. Si Wilhem no hubiese dado un paso más, la mina no le habría estallado. Si Patrick hubiese terminado de fumar el cigarrillo en la trinchera, le habría caído encima la granada de mano. Si yo mismo no me hubiese paralizado en medio del campo de batalla, no estaría ahora contándote esto, me dice Tracy McVille mientras abre una cerveza con la mano. 





 Es el juego de la muerte, continúa, nunca sabes exactamente qué hacer para no morir. Un segundo, un centímetro, pueden hacer la diferencia. Es como tirar el dado: si te sale uno, mueres, si te sale dos, mueres, si te sale tres vives, pero si te salen cuatro, cinco o seis, también mueres. ¿Sabes qué es eso? Es el puto infierno. Sólo puedes estar seguro de una cosa y es que morirás. Dudo mucho que alguno haya pensado sinceramente salir vivo de allí. Una bala certera, una bala perdida. La metralla, la granada de mano, el obús. Una mina. El bombardeo de un avión, la metralla de un avión. El gas venenoso. El lanzallamas. El combate cuerpo a cuerpo. Incluso la enfermedad, el desánimo, la locura… hay cientos de maneras de morir en la guerra y muy pocas, sólo una: la suerte, de salir con vida. Es como pretender cruzar el Periférico con los ojos vendados, dice Tracy realmente alarmado. ¡Nosotros cruzamos el Periférico con los ojos vendados, una y otra vez, por largos cuatro años!, dice con todo el dramatismo que sólo un loco puede imprimir a las historias de guerra, sin haber ido a la guerra. 





 Carajo, Tracy, le digo, me dejas sin palabras. Tracy narra esta noche una batalla particularmente brava. Hay una cosa, le digo, que no me queda clara: ¿tú peleabas con los alemanes, o con los franceses? ¡Con los alemanes, exclama, los franceses son marica! Ya digo, si lo pones así, los alemanes son unos cerdos. ¿Y qué te valdría más, ser un cerdo o un… Vale, interrumpo, tienes razón. 





 Aquella batalla fue el principio de la guerra, dice Tracy. Se libró al Noroeste de Francia, y se batalló de acuerdo al Plan Schlieffen, que subestimaba al ejército francés, y al ejército ruso. Se planeaba acabar con los franceses en seis semanas, se ríe Tracy, peleando al Sur, y peleando al Norte, acabar con Rusia inmediatamente después. Pero, ¿sabes?, me dice Tracy bajando el volumen de la voz: para ser marica, los franceses se defendían muy bien. Yo rio y me pego un trago de birra mientras Tracy me cuenta cómo fue que se les ocurrió. ¡Una cosa terrible!, exclama, un acto de cobardía francesa, indiscutiblemente, pensado por una cabeza alemana. ¿Qué es eso que se les ocurrió y que es tan vil?, pregunto. Tracy mueve la cabeza negativamente y dice que está bien, que me lo contará aunque no lo había contado, mencionado si quiera, a nadie antes, porque se avergüenza. Vale respondo, no hay problema, no tienes nada de qué avergonzarte, vamos, dime, ¿qué coños pasó por tu cabeza? ¡Por la mía no!, exclama, ¡por la mía jamás! Fue el seso de Gombrich el que se atrofió. Aunque a decir verdad, confiesa, no le culpo, la mayoría de nosotros teníamos el coco retorcido ya al principio de la guerra. Y es que… por muy alemanes que fuéramos, una guerra así, tan puta cruenta, jamás habíamos librado. Entiendo digo, eso es lo que he escuchado decir, que la Primera guerra mundial cambió el modo de guerrear y el modo de morir. Ni que lo digas dice, la cosa sucedió más o menos así: 





 En la primera batalla tuvimos cincuenta y tres bajas. En un pelotón de cinto cincuenta hombres, y aunque ganamos la batalla, eso, desanima. No lo podíamos creer. Sabíamos que en la guerra se muere, pero jamás pensamos que a carretillas. Y además, aprendimos que incluso en una victoria se puede perecer. La gloria no sabe a nada cuando en la batallan ha muerto la mitad de tus camaradas. Steinmeier, muerto. Merkel, muerto. Sigfried, muerto. Thorsten, muerto. Reinhard, muerto. Hermann, muerto. Ulrich, muerto… y Lemper… herido en la pierna. 





 Lemper es el único que no ha muerto, dice Mutis. Querrás decir aún, señala Frederick al tiempo que enciende un cigarrillo, nervioso. Tiene los ojos rojos. ¿Acaso has estado llorando?, se burla Gombrich. Frederick dice que no, y Gombrich, bueno, él… él también ha llorado. Todos hemos llorado. He visto a los más duros llorar e implorar por sus madres. 





 Ahora estamos en las barracas. Hemos venido del frente, donde ganamos la batalla. El teniente Katsinsky irradia felicidad. Ha comunicado a los superiores que los franceses serán vencidos por completo en cuatro semanas más, a lo mucho. Katsinsky no ha estado en el frente. ¿Está orgullo de nosotros?, no. Pide que envíen más soldados a su pelotón, hemos tenidos algunas bajas, y los soldados son enviados. Vienen de todos lados. Algunos ni siquiera son soldados de verdad. Civiles, voluntarios, entusiastas, crecen como la hierba. Los vemos llegar con sonrisas en las caras. Les han dicho que hemos ganado un par de batallas y se piensan que en la victoria no habita la muerte. 





 Sin embargo Lemper no ha muerto. Al día siguiente le visitamos en el hospital. Lemper dice que le cortarán la pierna. Le han pegado un tiro cerca de la ingle, y no hay otro modo, le cercenarán la pierna. Lemper ha suplicado que le curen, pero los médicos, vamos, no pueden darse el lujo de curar a nadie. Cortan todo lo que no sirve como si tal cosa. Nos compadecemos de Lemper y salimos. 





 ¿Creen que sea verdad?, pregunta Frederick. ¿El qué?, contesta Mutis. Que ganemos la guerra en cuatro semanas. Ni hablar dice Mutis, ¿es que no lo ven?, los franceses también recuperan sus pérdidas con voluntarios. Es una cosa de nunca acabar. Ganará el país mayor poblado. Frederick ríe y dice que en ese caso sería mejor hacer un censo y dar por sentado que el país mayor poblado ganará la guerra. Sí, afirma Tracy, eso tendría más sentido que matarnos hasta exterminarnos. Mutis está preocupado. Y cuando Mutis está preocupado es que algo no anda bien. No sé, dice Mutis, tiene que haber algún modo. ¿De qué?, pregunta Tracy. De regresar. ¿A casa?, pregunta Gombrich, que hasta ese entonces permanecía callado, fumando un cigarrillo y pensando exactamente en lo mismo. Sí, a casa, explica Mutis y Gombrich dice que él también lo ha pensado. 





 Tracy, Gombrich, Frederick y Mutis han llegado a la guerra por voluntad propia, me explica Tracy. Nosotros cuatro fuimos unos de esos puñetas voluntarios, dice, seducidos por la victoria, el nacionalismo y la sed de ser alguien en la vida. Seducidos por el heroísmo militar. Gran cosa. ¿Sabes?, no hay heroísmo militar. Las medallas de valor no se entregan al más valiente, sino al que ha sobrevivido más. Y sobrevivir es cosa de azar. No importa que tan bueno seas, basta un error para acabar en la fosa. 





 ¿Y qué has pensado?, pregunta Mutis a Gombrich. No sé, contesta, quizá si solicitáramos permiso, y luego, simplemente ya no regresáramos. Imposible, exclama Mutis, ahora les pertenecemos, nos buscarían debajo de la última roca. Y salir del país, ni lo pienses. Te pedirán explicaciones, identificarte, te dirán que por qué no estás el frente y te fusilarán por rebelde. Frederick y yo, dice Tracy, les miramos hablar en silencio, dejándolos pensar. Con la esperanza. Quizá si fingimos demencia, dice Gombrich, he escuchado que a un soldado francés le devolvieron a casa porque presentó un severo caso de demencia, ya sabes, un tío así puede disparar contra sus colegas, o incluso, contra sus superiores. De la nada, y… Olvídalo, dice Mutis, aquí es Alemania, aquí hasta los dementes sirven a la guerra. Te echarán como carnada si te haces pasar por demente. Una carnada es más útil que un soldado en casa. Gombrich tira la colilla del cigarrillo al suelo y ya no dice nada. 





2





Al día siguiente volvemos a ver a Lemper. Le han cortado la pierna. Pero Lemper no lo sabe. Le durmieron con formol y le cercenaron la maldita pierna, dice Tracy y me pide un cigarrillo. Le estiro el cigarrillo y continúa: cuando le vimos apenas despertaba y no se había enterado. Así aprendimos que uno puede sentir que tiene pierna cuando no la tiene, por mucho tiempo. Frederick fue el primero en notarlo. Dio un golpe a Mutis y sin decir nada le mostró el asunto. Lemper aún estaba adormilado. Mutis pasó la mirada por cada uno de nosotros. Nos percatamos de la usencia de su pierna porque era una sola la que salía de la sábana. Además podías ver la sábana plana donde debería ir la pierna. Y al lado, la sábana encima de la pierna que aún le quedaba. 





 ¿Cómo va todo?, pregunta Mutis a Lemper tanteando la situación. Hasta ahora va bien, dice Lemper. En efecto no se ha enterado. Vale, dice Mutis, me alegro. ¿Sabes qué harán contigo?, pregunta Gombrich. Me cercenarán la pierna, contesta Lemper resignado. Aquí callamos todos. El formol aún hace efecto en él y está tranquilo. Frederick no puede soportarlo, y sale. Yo salgo tras él, dice Tracy. 





 Afuera encienden cigarrillos y esperan. ¿Qué hará Lemper en la guerra sin una pierna?, pregunta Frederick temblándole la mandíbula, de por sí es complicado estar aquí con amabas piernas, agrega. No sé, dice Tracy, quizá lo manden a la cocina. Frederick asiente con la cabeza, dice que la cocina sería un mejor sitio para un tullido, sin embargo piensa que incluso la cocina podría ser tortuosa. Ya sabes dice, Katsinsky paseándose por allí y todos corriendo de un lado a otro. ¡Corriendo!, exclama Frederick. Calma, dice Tracy, algo harán con él y no tenemos más remedio que confiar en la sabiduría militar. Ya le encontrarán un sitio. Frederick mira a Tracy como si éste último hubiese perdido el seso. Sabiduría militar, piensa, qué sabiduría puede tener un ente que manda a las personas a morir en la guerra, despiadadamente. Frederick pide a Tracy una cerilla, su cigarrillo se ha apagado a medias. Tracy le ofrece una cerilla. Frederick la toma y al tiempo que enciende el cigarrillo, dice: ¿qué harías tú si perdieras una pierna? A Tracy la pregunta le sorprende. No lo sé contesta, no he pensado perder la pierna, ¿sabes?, no es en lo que pienso cuando disparo o cuando cago. Ya lo sé, responde Frederick, pero ahora que Lemper… ¿qué harías tú? Tracy lo mira a los ojos. Casi adivina lo que Frederick piensa. No dice, no me pegaría un tiro en la cabeza. Frederick, nervioso, dice que él no ha dicho eso, que jamás quiso decirlo, que probablemente si él perdiese una pierna…





 Mutis y Gombrich se acercan. Es increíble, exclama Gombrich asustado. Mutis también luce asustado. Frederick se asusta al mirarlos asustados. 





 Todos estamos asustados, me dice Tracy, todos tenemos miedo todo el maldito tiempo. Miedo del frente. Miedo de una emboscada. Miedo de Katsinsky. Miedo de la noche. Miedo de las ratas. Miedo de perder un miembro. Miedo de quedarnos solos. Miedo de ver morir a nuestros amigos. Miedo de ser castigados por los superiores. Miedo de ser enviados a misión especial. Miedo de ser fusilados. Miedo. Miedo. Miedo por todos lados, exclama Tracy levantándose del asiento (que es la acostumbrada vieja cubeta volteada). Le pido que se calme, le pido que se siente o ya no le daré más birra. Tracy se sienta y suspira. Lo siento dice, por un momento perdí el seso. Ya dije, no te preocupes, pero vamos, ¿qué coños pasó?





 Lo que pasó, dice haciendo memoria, es que Mutis y Gombrich se enteraron, gracias a un enfermero, que Lemper y todos los tullidos serían enviados a casa. 





3





¿Estás loco?, dice Mutis, eso no es ético. A la mierda la ética, dice Gombrich, ¡yo lo que quiero es salir de aquí! Gombrich ha vislumbrado en la desgracia de Lemper una salida. Frederick opina que no es una idea descabellada, que después de todo es preferible estar vivo y en casa que morir como una puta rata en las trincheras. Mutis tiene dudas. Tracy está en desacuerdo. Dice que más vale morir como un héroe de guerra que pasar el resto de tu vida lisiado y recordando lo puto (lo francés, dice Tracy) que fuiste alguna vez. Dime, dice, ¿cómo te sentirás cuando ganemos la guerra, en cuatro semanas, no puedes aguantar cuatro malditas semanas, y regresemos, y tú estés en una silla y nadie te dirija la palabra porque has sido un traidor a tu patria? Tracy tiene razón, dice Mutis, podemos soportar cuatro semanas. Pero si tú mismo has dicho que eso es mentira, dice Frederick, no estaremos aquí menos de dos meses. O cinco, dice Gombrich. Vale, dice Mutis, ¿no pueden esperar cinco putos meses? Yo no, dice Gombrich decidido. Frederick mira al suelo y tras una pausa, dice: yo tampoco. Mutis mira a Tracy y éste mueve la cabeza, no lo puede creer. 





 Vale dice Mutis, ¿eso es lo que quieres?, pregunta a Gombrich. Sí, dice firme, eso es lo que quiero. Frederick y Tracy enmudecen. No están seguros de qué quiere Gombrich. Mutis los mira a todos, a los ojos, vuelve a mirar una vez más a Gombrich y le pregunta de nuevo si está seguro. Seguro, dice Gombrich. Lo dice con tal convicción, me cuenta Tracy, que si lo mirases de lejos podrías pensar que él es un valiente, y que Mutis, que duda y mueve la cabeza, es un cobarde. Sin embargo es todo lo contrario, dice. Gombrich le ha pedido a Mutis le pegue un tiro en la ingle. Se hará pasar por un herido de guerra. Está bien, dice Mutis, pero no aquí, si alguien me pilla pegándote un tiró el que estará en problemas seré yo. Da media vuelta. Gombrich lo detiene. No, dice lleno de miedo. Tiene que ser aquí y tiene que ser ahora. Mutis mira a Tracy. Busca ayuda. Tracy dice: lo haré yo. Mutis se sorprende. Deja paso a Tracy. 





 Vamos, dice Tracy a Gombrich, dime, ¿en dónde quieres el tiro exactamente? Gombrich lo piensa. El sol le da de lleno en la cara. Hace visera con la mano. Aquí, señala con el dejo justo debajo de la ingle. Tracy desenfunda su arma. Mutis enmudece. Frederick pide a Gombrich que lo piense.  Ya lo he pensado suficiente dice, adelante. Tracy se para frente a Gombrich. Vamos, dice Gombrich temblando, date prisa, mierda, que me cago. Tracy levanta el arma. Apunta, muy despacio. Dispara, coño, dispara, dice Gombrich doblándose de angustia pero exponiendo el muslo. ¡Alá, mierda, coño, ¿a qué esperas?, grita Gombrich. Tracy apunta. Da un paso adelante. Gombrich aprieta los dientes. Tracy da otro paso adelante, esta vez más aprisa. Gombrich muge. Tracy ha llegado a Gombrich, pone el cañón de la pistola en el sitio de la pierna que le ha señalado. Gombrich Aprieta aún más los dientes y los ojos. Siente la punta del cañón presionando la pierna. Mutis está inmutado. Frederick se lleva las manos a la boca. Tracy quita el seguro del arma. Gombrich está doblado, exponiendo el muslo y con el rostro rojo. ¡Tracy jala el gatillo!





 Gombrich cae al suelo, lloriquea, se retuerce, grita y se agarra la pierna. Mutis no se lo cree. Frederick comienza a sonreír. Tracy suda y sonríe al mismo tiempo. Mutis se acerca a Gombrich y lo levanta. Ha dejado de sufrir. Se mira la pierna. No siente dolor. No sangra. Tracy ha disparado pero la pistola estaba sin carga. Mutis comienza a reír enserio. Frederick es una risa. Tracy sonríe. Gombrich suspira, se levanta y ríe también. 





 De la nada Tracy carga la pistola, quita el seguro y apunta a Gombrich. Todos dejan de reír. Vale, dice Tracy alzando la voz, la anterior fue prueba, está vez va enserio, dime ¿aún quieres hacerlo? Gombrich, enmudecido, no puede más que mover la cabeza de un lado a otro. 





4





Vaya que le has pegado un buen susto, dice Mutis a Tracy. Ha estado muy bien, añade, ahora lo pensará dos veces antes de pedirnos alguna estupidez. Sí dice Tracy, el que me preocupa es Lemper. Mutis se sienta sobre el camastro. Comienza a desatarse las agujetas. ¿Qué has sabido de él?, pregunta. Continúa en cama, contesta Tracy, aquí, en el hospital. Lo sé, responde Mutis, pero, ¿qué has sabido de su regreso a casa? Eso es lo que me preocupa, dice Tracy, han dicho que lo llevaran a casa, que llevaran a todos los tullidos pero yo no he visto que hagan nada. ¿Crees que hayan dicho eso para calmar la cosa? No sé, dice Tracy entrando en las sábanas, quizá. Mutis se quita los pantalones y entra a las sábanas de su camastro. Quizá, dice Mutis, pero… no, no lo creo. No pueden ser tan cabrones. Vale, dice Tracy, ya lo veremos mañana. Sí, dice Mutis, descansa. Sí, responde Tracy, tú igual. 





5





¡Eit, Gombrich, pum!, onomatopeya Frederick al encontrarse con Gombrich. Simula pegarle un tiro con el dedo y Gombrich se le va encima. Mutis escucha el ruido y despierta de un salto. Ha pasado tiempo suficiente en el frente para despertar de un salto por nada.  Tracy ha pasado tiempo suficiente en el frente para ni siquiera dormir. Se levanta sin hacer ruido y se pone frente a Gombrich y Frederick que se abaten al suelo. Mutis se acerca a ellos y se acerca un grupo de soldados más que despiertan con el estropicio. Algunos claman por Gombrich y otro más por Frederick. Frederick ha dado la vuelta a Gombrich, pero Gombrich resiste, es un contendiente fuerte. Sin embargo, no pelean de verdad. Al final ambos paran y ninguno ha aventajado al otro por demasiado. 





 Mutis sale a tomar aire fresco antes de ponerse el uniforme. Frederick, Gombrich y Tracy le siguen. ¿Qué han sabido de Lemper?, pregunta Mutis. Frederick dice que nada. Gombrich traga saliva, él sabe mucho, el está al pendiente de su regreso a casa. Vale, dice Gombrich, se los contaré. ¿El qué?, pregunta Tracy. El rumor, explica Gombrich nervioso, hay un puto rumor, dice rascándose la nuca, arrepentido de su insensatez. Un rumor de que nadie regresará a casa. ¿Cómo?, pregunta Frederick sin creerlo, pero si están lisiados, dice, ¿de qué coños van a servir aquí? De nada, dice Gombrich, los dejarán morir en cama. Dios, exclama Mutis, sí son tan cabrones. Algunos han muerto ya, dice, no soportaron las hemorragias. Les arrancan brazos y piernas como si fuese pollos. No sobreviven a las hemorragias. Los médicos no paran las malditas hemorragias. Los dejan morir. Tracy le mira pero no se burla de haber ganado. No es un orgullo tener la razón cuando la razón es la muerte de muchas personas, me dice Tracy. Seguro, le digo yo y sigue: Gombrich explica que se rumora que llevarlos a casa es un gasto que el ejército alemán no está dispuesto a correr. Dejaran que mueran. Los ayudarán a morir, dice, con morfina. Carajo, dice Frederick, creo que le debes más que una disculpa a este camarada. Palmea a Tracy en la espalda. De no ser por él, continúa Frederick, estarías en cama, sin pierna y… Lo sé, dice Gombrich realmente arrepentido. Pide una disculpa a Mutis y a Tracy, y agrega que realmente perdió el juicio. Lo que me sorprende es que ustedes también lo perdieran, dice. ¿Cómo?, pregunta Mutis, si el loco eres tú, tío. ¿Cómo mierda me pensabas pegar un tiro y dejar que yo fingiera ser herido de guerra, sin estar en el frente? Mutis lo piensa, Tracy lo piensa, Frederick lo piensa, y al final todos están de acuerdo. Vale, dice Mutis, creo que fue una crisis colectiva. Seguro, dice Tracy, sólo un loco se habría voluntariado a esta mierda, y no me sorprende en absoluto, nosotros no enloquecimos en la guerra, estábamos locos de antes. Todos sonríen y al mismo tiempo aguantan las lágrimas al darse cuenta de su patetismo. 





 No nos culpo, me dice Tracy, en la guerra te pueden pasar por la mente las ideas más descabelladas. Vale, le digo interesado, pero, ¿de verdad mataron a los lisiados?, pregunto ingenuamente. Sí, contesta Tracy. Ya, digo y doy un trago a la cerveza. 

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