jueves, 12 de abril de 2012

Maxi Mendoza

Cubo mágico



Estaba tensionado. Muy tensionad0. Entonces agarró el Rubick y se dispuso armarlo como tantas veces lo hacía cada vez que se ponía histérico. Eso lo relajaba. La mente tomaba posición indefinible en el interior de su memoria. Desgajaba cada neurona buscando los pasos metódicos aprendidos. Tatuados en cada una de ellas. Inscriptos hasta la eternidad. “Yo ya me olvidé de armar el cubo mágico, pero mis dedos no.”, había dicho Enzo Rubick, y cuánta razón tenía, pensaba. Y esa búsqueda lo calmaba. Lo llevaba a un estado sublime de paz interior. Aunque no olvidaba la situación actual, del instante, no. La velocidad mental en el manejo de procesos de pensamiento estaba en mínimo. Claro que eso decían en la facultad de ingeniería y casi lo habían convencido. Que en un estado de agotamiento, sólo podía manejar 5 (menos dos) procesos de pensamiento simultáneamente en el instante. El laburo, la pelea con ella, los celos sin razón, el calor del orto, la intimación del gas (y la de la luz que pronto estaría por llegar), los exámenes de literatura y la compu gritando un tango, mandaban al carajo toda la puta teoría. Qué equivocados que están, pensaba. Sólo cinco, qué gracioso. Y andá deciles algo a esos giles. Todo eso lo traían de vuelta al presente. Pero efímeramente. Porque luego se sumergía inmediatamente en el armado. Así, así, ahora así, claro… Tenía que cambiarlo, pensaba también. Comprar otro. No daba para más. Cada vez se trababa un poco más. Mojarlo ya no le servía de mucho. Sólo duraba un instante fugaz el perfecto deslizamiento. Y de repente el teléfono que suena. Vuelve sus ojos sobre el cubo. Le faltaba poco para la culminación. Sólo el techo. La cara de arriba. El color blanco esta vez. Aunque siempre era el color rojo que dejaba para el final. Le gustaba como se iba formando. Se armaba primero como una cruz de sangre resaltada, para luego continuar por los costados, derramándose a los mismos vértices del techo del cubo. Le encantaba asesinarlo de esa manera. Se ponía contento. Y se reía. Pero ahora no. Ahora buscaba tranquilidad, purificación. Tranquilidad que se esfumaba con cada timbrado del celular. Lo tenía al lado suyo pero no quería contestar. Sólo el techo. Le faltaba poco. Si es tan importante me van a llamar de nuevo, se decía. El techo le costaba sólo unos segundos. Aunque el estado lamentable del cubo se lo impidiera un poco. Aguantará en línea. Seguro. Ella habría pensado que estaba con otra. Seguramente avisándole de que no hiciera ningún ruido y mucho menos de que hablara; recién nos peleamos y ya busca consuelo con otra atorranta, habría maquinado ella, seguro. Terminó. Lo armó en menos de lo previsto. Atendió. Era ella. Otra vez enojada. Pelearon. Cortó. Se dispuso a armarlo por segunda vez en el instante. Esta vez dejando el rojo para el final. Sonó el celular de nuevo. Terminó de armarlo. Otra vez en tiempo record. No atendió. Vio el rojo perfecto sobre el cubo mágico. La asesiné, pensó. Y sonrió. Salió a la calle. Y, por fin, compró otro.


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No podrás

No podrás dejar de hacerle cosquillas en los pies con tus pies (aunque valga la redundancia). Y no serán esas cosquillas insoportables, de las que hacen reír. No. Serán esas que tomarán significado de cariño, de apoyo mutuo, de conocimiento, de rutina. De amor. Y no podrás porque ella hará lo mismo con los tuyos. Será una constante y una costumbre que durará toda la noche, y ninguno de los dos se dará cuenta. Estarán dormidos o semidormidos. Vivos o semimuertos. Y ninguno de los dos se dará cuenta porque será automático. Así, autómata, aceptado por el cuerpo y la mente sin chistar. Ya estará establecido junto con esas cosas que nunca se establecen, ni se reglamentan: como no dirigirle la palabra al otro cuando está medio despierto (o dormido) por ejemplo, y mucho menos si el día anterior discutieron por un mensajito de texto, por una llamada perdida de un número “desconocido”, o porque uno no le puso la cantidad correspondiente de mermelada a la galletita. Tu pie subirá y bajará recorriendo el de ella. Pero cuando el tuyo suba por su planta y llegue al final (acariciando sus dedos), el de ella bajará y hará lo mismo con el tuyo hasta recorrerlo completamente. Y volverá a subir para que después vos hagas lo mismo. Y así… ad infinitum. Será una ley (cíclica) sin tinta, no impresa, invisible, incorpórea, implícita. Y tendrá valor de muerte. Y de vida (sobretodo). Sentirás su cuerpo pegado al tuyo y dormirás excitado el resto de la jornada, aunque ya hayan hecho el amor una vez, dos veces, toda la noche, toda la tarde, toda la mañana. O todo el día. Se escucharán palabras o gemidos de alguno de los dos, salidos de las tinieblas oníricas, ella dirá: “Hola… ¿En qué puedo ayudarlo?”, ¿eso dirá?, balbuceando, suspirando. Con ese suspiro entrecortado, jadeante, entreabriendo y cerrando los ojos, como si fuera a despertar pero no, no. Sólo estará caminando desde la vigilia del sueño a la realidad, y volviendo unos pasos atrás, retornará a su sendero irreal (tan real) rendida, recordando esos monstruos autoritarios, bestias impacientes, obtusos supervisores de call centers, y clientes tenebrosos de Personal, Claro y Movistar. “Hola…”, contestarás sorprendido, semiinconsciente. Y aferrada a tu pecho, abrazándote fuerte… “Que tenga usted buen día…”, dirá (por fin), y te dará un beso. Y… Buendía hermosa, buen día… ya no dirás, sólo lo soñarás. Pero todo seguirá igual. Así, en la muerte momentánea, llena de vida y movimiento. Después, al despertar, sabrás que todo habrá sido destino, suerte, azar, sueño. Y sobretodo infinito. Porque seguirá hasta el alba (alba de día, de tarde o de noche, no importará), incansable e inmortal. Ella se te tirará encima y te abrazará (otra vez) cual serpiente al tronco y continuará el ritual inagotable de los miembros inferiores. Porque, en realidad, no tendrá fin ni descanso. Sólo hasta que el olvido o la memoria somnolienta y volátil lo lleven a su morada. Y entonces sí, descansaran los cuerpos y las neuronas de la mente (incapaces de gobernar). Pero el movimiento convertido en práctica pagana, a estas alturas, continuará. Será extraterrestre y estará fuera del dictado de los sentidos. Y sabrás que ella, después de todo, no podrá dejarte y que vos, a pesar de haberlo meditado por cientos de días, mañanas, amaneceres, atardeceres y anocheceres, y sobretodo en ésta noche de las últimas noches -ahí mirándola a la cara, diciéndole con los ojos… “Te amo pero no podemos seguir juntos”-, tampoco. Tampoco podrás dejarla. No. No podrás.


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Boludo de porcelana



¡Oh boludo...!

¿Te creés que no me doy cuenta de que la mirás como se mira un cuadro de Van Gogh cuando está sentada al lado tuyo? ¿De que no la escuchás como se escucha a Piazzolla en una tarde nublada con el cielo a punto de caerse a pedazos? ¿De que no disfrutás de sus ademanes venusinos y de la manera de abrir sus brazos y mover sus dedos (todos simultáneamente) cada vez que llegás para verla? ¿De su forma maravillosa de acariciarte y de besarte escondiendo sus ojos entre tus hombros, o de esa manera suicida de decirte "…re-bien vos, ¿eh?..." que es como una bala atravesando tu cerebro? ¿Y de que no me doy cuenta que le mirás el culito duro cada vez que va a poner la pava pa’ los mates... en serio creés que no me doy cuenta? Te encanta, boludo... Y ni siquiera podés hacerte el sota porque ella ni se mosquea en preguntarte: "¿Y, qué onda nosotros?...". Vos que sos de la vieja escuela, pero también tan de ésta, ya no da para que te la dés de machito porque aflojás como un tiernito. ¡Sos de porcelana, nene! Resistente por fuera pero blando por dentro. Si te llegás a caer te rompés en mil pedazos. Sí, así sos. Te hacés el duro rehuyendo y rehuyendo ¿y qué lográs?, quedarte solo, eso lográs. Y no te jugás porque pensás que tiene un muerto en el placard que va a revivir en cualquier momento (no puede ser cierto toda ella, maquinás). Pero vos también lo tenés (mejor dicho, ¡tenés varios muertos en el placard!), y cenizas bajo tu cama y sobre tu colchón esparcidas, todavía...

¡Oh hijo de puta...!

Todos tenemos un muerto en el placard como tenemos un tango sonando de fondo, a veces. O acaso pensás que todo es fácil, que todo es color de rosa, que todo es la chancha y los chanchitos juntos, que todo siempre deviene del firmamento como una estrella fúlmine sólo para que brille resplandeciente en la noche nublada para vos. Mirá que ya sabés cómo viene la mano, ahí solo, con esas noches y esa poesía oscura y tu literatura de mierda que nadie lee ni besa, o simplemente, a veces, acompañado por alguien que ni siquiera la ve ni la entiende (y que no se la merece tampoco). Recargando y recargando, con alcohol, la maldita petaca (la única que te aguanta, eso pensás). Y con Astor, también ahí, haciendo llover en ésta noche maravillosa, y vos leyendo a Shakespeare lo más pancho, como si nada, oh boludo. Increíble, che...


"...¡Oh bendita, bendita noche!..
Cuánto temo, por ser ahora de noche,
que todo ésto no sea sino un sueño..."*


...mirá a ésta Julieta que no te pide nada, y vos que sos un Romeo te me ponés en Otelo ahora. Claro que sabés que sos un boludo y te hacés el duro, gil. ¿En qué mundo vivís? ¿Acaso lo querés perfecto? ¡Volvé a tu isla y despertá, Tomás Moro! Mirá que acá el que no llora no mama y el que no afana es un gil, qué te pensás. Pucha, pero andá y revolvé tus cajones y tu biblioteca, y ponete la mejor pilcha y los mejores libros que tenés, que seguro te está esperando. Dale corre, dale...

¡Oh boludo!



* William Shakespeare. La tragedia de Romeo y Julieta.



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