ROSA NEGRA 15
Me había citado con Thania en el Rosedal a medianoche y
como todavía faltaban un par de horas para el encuentro, fui a casa a descansar
porque hacía varias noches que no dormía bien, sin contar las últimas
veinticuatro horas que llevaba despierto mantenido a café negro sin azúcar.
Dudé por un instante en tomarme un tranquilizante para relajar un poco pues de
seguro, mi estado de ansiedad generalizada no iba a permitirme descansar pero
reflexioné que quizás sería contraproducente para mi cita de esta noche. Me
recosté en un sillón del living para esperar hasta la hora de salir y cerré los
ojos, coloqué la pastilla en mi boca pero no la tragué; Quise imaginar como se
desarrollaría el encuentro y que palabras usaría para persuadirla de que me
entregara la prueba que salvaría a mi amigo sin demostrar demasiada
desesperación y creo que en esa elaboración, me quedé dormido.
Abrí los ojos sobresaltado al ver que ya era noche
cerrada y sin cambiarme ni siquiera de ropa salí a la calle con el saco a medio
poner, paré un taxi y me dirigí a Palermo lo más rápido que pude. Caminé un
poco entre la oscuridad y la llovizna buscando el lugar en donde habíamos
quedado en encontrarnos con Thania, protegido del aguacero que comenzaba a caer
más intensamente; bajo el reparo de un puesto de bebidas cerrado, estaba
esperando mientras observaba el reloj a cada instante. Alguien me llamó por mi
nombre, inclinado a medias sobre la ventana de un auto alquilado.
-Suba, apúrese que se está mojando- habló con voz
decidida.
Una vez en el interior, me pidió que guardara silencio
mientras estacionaba el auto, ella atendía a las indicaciones que le hacía el
acomodador y ninguno de los dos emitió ni siquiera un sonido hasta que se hubo
detenido el motor.
-No perdamos tiempo que mañana temprano tengo que hacer
algo importante y debo descansar… ¿trajo lo que le pedí?- le pregunté ansioso
-Este no es un lugar muy adecuado para hablar de
negocios, Agustín- contestó serena.
-¿De qué negocios me habla? Si bien es cierto que estoy
dispuesto a pagar por ello, no vine hasta aquí con las intenciones de
“negociar” nada- solté con indignación. Ella extendió su brazo sobre el asiento
y su mano derecha rozó mi espalda pero, ante mi instintivo movimiento de
rechazo, comenzó a frotar el tapizado con la uña del dedo.
-¡Vamos, no sea tan arisco! Estoy segura de que a usted
también le fastidia perder tiempo en preámbulos…financieros. Si quisiera
podríamos ponernos de acuerdo rápidamente y solucionar este intercambio de una
manera mucho más amigable.
Observé a la mujer después de tantos años, ahora sin el
temor de ser sorprendido. Su cabeza estaba inclinada, las muñecas delgadas,
rugosas; el seno que supo ser joven y altivo, ahora había empezado a
desgastarse y la curva del mentón, encerraba una carga de oculto vigor. Ella
continuaba absorta, inconsciente de su propia seducción, de esa fuerza
intangible que fluía hacia mí y me turbaba, como lo había hecho hace algunos
años atrás.
-Aprendí que cada uno de los charlatanes como usted, está
dispuesto a defender bravamente su presa, por más duro y agrio que fuera ese
bocado que supieron conquistar a fuerza de dentelladas y zarpazos -continuó
hablando con la mirada fija en la lluvia que golpeaba el parabrisas y casi sin
pestañear -La belleza los ha olvidado, se acostumbraron a cortar de raíz todo
lo que se parecía a la verdad y encerraron sus pequeñas almas bajo una taza,
sentándose luego sobre ellas. Cuando estos seres que parecen tener agua o
aceite en las venas se acercaron para rodearme como un cerco de buitres
hambrientos, permanecí inmóvil, atrapada por una fatalidad burlona que me
obligó a escucharlos y aprobar con falsas sonrisas sus frases poco
inteligentes. Y al contemplar la muchedumbre de rostros habladores, las frentes
prematuramente envejecidas, sólo deseaba huir hacia mi madriguera, y echarme a lamer
las viejas heridas que nunca terminaron de cerrarse.
Hace mas de dos mil años existieron hombres que creían en
un Dios con toda su sangre y su carne y sus pensamientos, de tal manera que la
sola mención de esa divinidad encerraba para ellos la verdad y el temor.
Aquellos hombres creyeron y fueron salvados por la fe, pero ahora no hay Dios,
ni verdad, ni religión. Nadie puede confiar. No hay nada en qué creer salvo en
mí, la diosa del amor.
-A su hija no le va a hacer nada bien saber que a su
madre se le soltó la cadena y perdió hasta el último rastro de coherente
decencia...
-¿Y usted me habla de decencia, licenciado? La moral no
fue hecha para nosotros, eso es para los débiles y los imbéciles.
-Se siente demasiado segura ¿No tiene miedo de ser
castigada? -repliqué un poco más calmado. La mujer, que había empezado a
sonreír, se detuvo de pronto y se puso a observar los árboles azotados ahora
por un intenso aguacero que no dejaba de caer.
-¿Castigada por quién? ¿Por Dios? ¡Usted me hace reír! –
Soltó Thania volteando levemente la cabeza hasta encontrarse con mis ojos –
Está hablando como un charlatán de feria, como uno de esos pastores que
pretende asustar a sus fieles con la proximidad del infierno. Me gustaría saber
si con sus pacientes habla también de estos temas tan divertidos. ¿En dónde le
enseñan a creer en esas pavadas… en la universidad?
-No debería ser tan orgullosa, alguien podría salir
lastimado, usted misma podría ser la víctima de su propia megalomanía.
-¡Ah, creí que hablaba de castigos divinos y cosas por el
estilo! Los humanos me llevan sin cuidado. Entre los hombres y mujeres que
conozco no hay uno sólo con fuerzas suficientes para desafiarme. Me tienen
antipatía, obstaculizan mi camino, intrigan, hablan por lo bajo; pero nadie se
atreve a decírmelo en la cara ¡Qué mediocridad!
Al fin y al cabo, el perdón divino tampoco creo que deba
pedirlo. Todo cuanto hice, tuvo su justo motivo, su causa; las elecciones
fueron reales y tenían importancia nada más que para mí. Es cierto que me tocó
vivir en sociedad, pero eso es algo que yo no escogí y sería absurdo tener que
pedir perdón por el azar y tan ilógico, como justificarme con el vecino por
haberlo dejado de saludar cuando no lo veo con frecuencia. Nadie puede acusarme
de nada; nadie puede juzgarnos a usted y a mí por ser extraños. A pesar de eso,
lo somos y a mucha honra.
Marcamos la diferencia porque somos conscientes de que
viviremos poco tiempo. Durará usted un plazo mayor que el mío, pero aguantará.
Yo en cambio, no podré vivir más que el tiempo establecido de antemano. Mi vida
será igualmente siempre más breve que la suya, usted va a sobrevivirme,
licenciado, aunque muera mañana, porque su nombre lo trascenderá.
Déjeme contarle algo que me sucedió en referencia a ese
tema: Una amiga mía, en emergencia de parto, tuvo que elegir entre su propia
vida o la de su hijo. Naturalmente, en un gesto que no entiendo por qué se
juzga como generoso, se decidió por la vida del niño: ¡lo condenó a vivir!
Sí, somos especiales porque usted está destinado a seguir
viviendo y yo condenada a morir de manera trágica igual que su amigo Echagüe.
Esa es la ley del Universo y dígame ¿en dónde encaja Dios en todo eso?
¡Ya recuerdo que fue lo que me atrajo de usted cuando lo
conocí! – soltó de repente, casi sobresaltada pero no lo dijo. Nunca salieron
sus palabras. Nunca dijo lo que sus ojos, su boca, su frente, su cuerpo todo,
estaban gritando. Sin sobresaltos, pálida, serena como las espigas de trigo
hamacadas por la brisa, acababa de descubrir una nueva dimensión en su alma: la
eternidad.
Era como si todas las circunstancias adquirieran de
repente relieve como por arte de magia. Comprendió que algo se le negaba por
primera vez a su voluntad siempre triunfante y que todo cuanto deseara, por
mucho que luchase, resultaría en vano. Estaba vencida de antemano ¿qué cosa
sería aquello que algunos llamaban eternidad? ¿Podría preguntarle a esa mujer
tan fría, tan lejana? No, porque con certeza iba a destruir también esa última
esperanza y Ana, su hija, necesitaba algo que esta vez fuera constante en el
tiempo. Una sombra apenas para aferrarse cuando las palabras y las emociones,
hicieran en su pecho un hoyo infranqueable.
-¿Cual es su verdadero nombre? – Pregunté rompiendo el incómodo
silencio que se había adueñado de la situación mientras la lluvia parecía
disminuir en intensidad – Quiero decir… ¿por qué eligió como excusa a Tania o a
Ana Luciano Divis para engañar a todos?
-Tuve muchos nombres a lo largo del tiempo, licenciado,
pero el que más me hace honor es Lamia, asustaniños y seductora
terrible.
-¡Por favor! ¿Quién va a creerle esa historia? Dígame la
verdad, por una vez en su vida…
-La verdad… no existe – Luego de meditar unos instantes
continuó con su relato –Provengo de una familia adinerada del sur de Irlanda
pero nunca me gustó vivir de mis padres y apenas tuve la oportunidad de
escaparme de mi hogar, no lo dudé. Me casé varias veces con nombres distintos
pero cuando estuve en Toledo, España, conocí la historia de Tania, la cantante
de tangos, la que se fue a Buenos Aires con una compañía de teatro y conoció al
amor de su vida, a Enrique Santos Discépolo. Esa enseñanza de vida me impactó y
decidí que algún día haría lo mismo, cuando me separé de mi último marido en
Dingle, saqué todo el dinero del banco y me propuse recorrer Europa buscando al
hombre indicado. El resto de la historia ya lo conoce bien…
Mientras sacaba conclusiones acerca de la eternidad,
Thania abrió la guantera del auto y sacó un pequeño revólver de culata nacarada.
-¿Le gusta? Lo compré en la época en que saqueaban los
supermercados y parecía que este país se iba al diablo. Practiqué semanas
afinando mi puntería y puedo asegurarle que le acierto a una lata de gaseosa
desde cincuenta metros. Ana se asustó mucho al verlo y me prohibió que lo
dejara en la casa, así que lo tengo en el auto por las dudas. Está cargado –
dijo poniéndose seria – y ahora mismo, con sólo apretar el gatillo…
-Guárdelo, por favor – solté con voz temblorosa.
-¿No me diga que lo asusta, licenciado? Es glorioso, a
veces lo empuño sólo para sentir el peso, el poder y el frío del cañón. Es como
un sirviente de los de antes: fiel, obediente y discreto.
El arma centelleaba entre los dedos de la mujer con un
brillo helado, esa misma mano, pensé, con la que sedujo a mi amigo y al que
nunca más podré volver a ver. Faltaban sólo unas horas para el amanecer y si no
lograba llegar antes de ese acontecimiento, Alberto Echagüe se marchará de este
mundo sin conocer nunca la verdad. Ya no me quedaba tiempo y a menos que
terminara ahora mismo con esta charla que no conducía a nada, la vida de varias
personas se arruinaría para siempre.
-Quiero hacerle una última pregunta -interrumpió Thania-
¿Para qué necesita realmente esa fotografía? – y mientras lo
decía extrajo lentamente un sobre de papel marrón en dónde se suponía estaba lo
que tanto necesitaba.
-No tengo por qué darle mayores explicaciones de las que
ya ensayé por teléfono, sólo entrégueme la copia y alcánceme al centro como
habíamos quedado.
-En ese caso, lo siento mucho pero no voy a darle nada
porque él debe sufrir como nosotras lo hicimos con su indiferencia.
-¿De qué indiferencia me habla…es que acaso no lo
entiende? Alberto vivió todos estos años sufriendo por la muerte de su hijo,
porque eso fue lo que usted le dijo. De seguro, si él hubiese
sabido de su existencia, habría recorrido cielo y tierra para encontrarlas.
-No intente justificarlo, Agustín, ¿Y que hay de mí?
¿Acaso no fui lo suficientemente importante en su vida como para él que me
buscara? – Me quedé en silencio procurando encontrarle una explicación a
aquella pregunta y Thania continuó hablando – Le repito, licenciado, que yo
sabía bien lo que deseaba pero aún permanecía en una nebulosa, indefinida y sin
forma. En realidad ¿Qué me faltaba? Nada, sólo mi historia de amor. Todo
aquello que podía llegar a hacer más confortable la vida, lo había poseído.
¿Qué otra cosa es acaso la felicidad sino ese estado de celebración en dónde uno
se olvida de las ambiciosas aspiraciones y no se mortifica para hallar la forma
de satisfacerlas?
Ahí está la clave de la cuestión. Cuando se empieza a
tener deseos, comienza la infelicidad. ¿Será por eso que alguna filosofía
antigua promueve categóricamente “matar el deseo”? ¿No es el deseo, estímulo
para el desarrollo del conocimiento? ¿No es la sabiduría lo que hace
evolucionar la conciencia?
Mientras ella hablaba yo pensaba que tal vez no llegaría
a tiempo para salvar a mi amigo, tenía que obligarla a que me entregue el sobre
con la foto ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde. Los latidos de mi
corazón retumbaban en la garganta, me ahogaban, parecían sacudir todo mi cuerpo
y la sangre me estremecía con violentos espasmos en las venas del cuello, en
mis sienes, y en las muñecas que de pronto, se quedaron rígidas, extendidas
hacia el cuerpo de aquella mujer.
-¡Deme el sobre, vamos, ahora! – grité cansado ya de
escuchar.
Entonces, con sus dedos temblorosos y enredados, lo
sacudió ante mis ojos, luego lo introdujo en su cartera y la arrojó
rabiosamente sobre el asiento trasero dejando caer el sobre de papel al suelo.
-¡No le voy a dar nada! Me las va a pagar ese hijo de
puta, si se tiene que morir, que se muera, no le voy a aliviar el sufrimiento –
contestó con decisión
Me hubiese gustado decirle que todo era un gran equívoco,
una trampa urdida por algún espíritu maligno; porque ni mi generosidad ni mi
capacidad de amar al prójimo se habían esfumado, y aún perduraba en mi espíritu
la espera de una felicidad hecha de cosas simples. Pero el tiempo, el maldito
destructor de sueños, se había apoderado de mí, y los años eran cada vez mas
fugitivos y crueles porque la paciencia ya no era la de antes.
La cartera había quedado abierta como en una mueca
horrible, contraída en una carcajada silenciosa que hacía coro a los gritos de
Thania mientras el revólver que lanzaba fulgores entre las garras de la mujer,
parecía amenazarme.
Instintivamente llevé mi mano a su boca con violencia
inusitada y de su labio inferior brotó un pequeño hilo de sangre, mi cuerpo se
estremeció ante aquella emanación y me abalancé sobre ella para quitarle el
arma y terminar con el asunto de una vez por todas.
-¡Cuidado, licenciado!- con el pelo en desorden, sin
hacer caso de la sangre que le corría por el mentón, la mujer se replegó en el
asiento; su cuerpo temblaba y se mantenía al acecho -Podría lastimarlo si
quisiera.
Volví a arrojarme sobre ella tratando de arrebatarle el
revólver mientras las agujas del reloj seguían corriendo implacables, no se
detuvieron mientras forcejeamos y tampoco cedieron su paso cuando estalló el
estruendo y la mujer, después de erguirse durante un instante que pareció
interminable, suspiró y se deslizó blandamente hacia el piso del vehículo,
envuelta en una nube de humo blanco.
Ella misma se hirió, pensaba mientras intentaba recuperar
el aliento y me arreglaba mecánicamente el cuello de la camisa. Miré a Thania:
el pelo le cubría la frente y los ojos, su respiración, cada vez se hizo más
lenta hasta transformarse en un gorgoteo intermitente. De vez en cuando un
estremecimiento sacudía el cuerpo contraído y yo esperaba que se reincorpore y
se lanzara sobre mí a la lucha nuevamente pero, continuó inmóvil de manera
permanente.
-Thania- murmuré, extendiendo una mano hacia la mujer sin
atreverme a tocarla. Me sentía extrañamente sereno; como si no fuera yo quien
estuviese allí, esperando en vano su respuesta, observándola con curiosidad
desafectada como quien examina un objeto de arte. Nadie contestó.
La nube de humo se adhirió al techo del auto y el viento,
que se filtraba por una ventanilla entreabierta, la deshizo y la empujó hacia
los rincones. Sorprendido por mi propia calma, me dije que tal vez debería
llevarla a un hospital cercano y dejarla para que la atiendan, quizás todavía
podían salvarla pero... ella contaría todo y mi vida se iría al diablo. Tal vez
la herida es más grave de lo que parece y ya no tiene salvación. Ella yace
sobre el piso, desordenada y fláccida como un muñeco al que un chico curioso
hubiera abierto las entrañas de algodón para ver qué contiene.
Algo se movió entre los árboles. Envuelto en un
impermeable negro, el rostro ensombrecido por una capucha que brillaba bajo la
llovizna, un hombre venía hacia el auto agitando un trapo y bamboleándose como
una marioneta de pesadilla. En ese momento me invadió un miedo incontrolable
que me paralizó las manos y forcejeé con la manija de la puerta. El desconocido
estaba ya junto al auto y miraba hacia el interior entrecerrando los ojos
mientras levantaba una linterna y la enfocaba sobre el asiento delantero.
-Oiga, amigo, no se puede…
La luz iluminó de pronto el cuerpo de Thania, los
mechones esparcidos sobre el rostro pálido, la mancha de sangre junto a la
clavícula. Pero antes de que el desconocido pudiera gritar, le dí una patada a
la puerta, salté hacia afuera empujándolo con todas mis fuerzas al punto que lo
hice caer al piso y me eché a correr por la arboleda solitaria, bajo las
pesadas gotas que caían implacables.
Llegué a la avenida Libertador y encaminé mis pasos al
azar pero con rumbo al bajo. Marchaba con rigidez de autómata, de andar
inseguro, algo trastabillante y la vista puesta en un horizonte de alucinación
y pesadilla. Varias veces estuve por darme de narices contra los árboles y al
llegar a una esquina tropecé con un peatón que doblaba y al que dejé a mitad de
la vereda, confuso, aguardando con expresión estúpida el acostumbrado:
“Disculpe”
En oleadas calientes subía la sangre a mi cabeza y en
medio del malestar del mareo, mi mente reproducía el cuadro fantasmagórico del
vehículo abandonado y de aquella mujer desparramada en el suelo. El caos de las
ideas se volvía cada vez mas agudo, exacerbado, hasta precipitarse con furia en
un ofuscamiento general de mis facultades, en donde se superponían, interferían
y se anulaban entre sí, nublando por momentos la coherencia del pensamiento.
Enseguida, mi cerebro se vació de contenidos, como ahuecándose y un frío letal
descendió desde la nuca hasta los pies. Los dientes me castañeaban y las
rodillas se arqueaban al punto de hacerme perder el equilibrio y tener que
recurrir cada tanto al apoyo de un árbol o un poste de alumbrado. Apenas
lograba serenarme un poco, proseguía la marcha a la deriva, sin detenerme a
verificar el lugar donde me encontraba ni el rumbo que seguía, confiado de que
mi instinto me llevaría a casa.
Al cabo de unas horas, muy fatigado, con las piernas
doloridas, me dejé caer pesadamente en un umbral y allí permanecí inmóvil hasta
que de mal modo un oficial de policía me obligó a levantarme y continuar mi
camino. Era ya de madrugada y las luces del alba me hicieron reaccionar y
volver a pensar en mi amigo Echagüe. Me puse de pie y avancé casi arrastrándome
algunas cuadras, llegué a una plazoleta que había en el cruce de una avenida
diagonal con dos calles perpendiculares, y me senté en un banco de piedra. Mi
respiración era dificultosa y recién después de un prolongado lapso de tiempo
pude apaciguarme e intentar poner un poco de orden en mis ideas.
La primera imagen que acudió a mi renovada lucidez fue la
de Ana Luciano Divis llorando la muerte de su madre y enterándose de que su
padre también había muerto el mismo día.
Conocía bien mis propias bajezas y maldades, pero cada
una de ellas tenía en sus causas el justificativo ideal que la atenuaba;
además, sabía hasta donde era mía la culpa y a partir de donde era mero juguete
de pasiones e impulsos. Tal vez por eso me daba cuenta claramente de que la
suma de mis pecados no era más que una leve sombra al lado de la magnitud
delictiva de otros realmente desalmados.
Thania estaba muerta porque debía morir y yo sólo fui el
brazo ejecutor. Esa mujer era demasiado impura para este mundo y su existencia
una fuerza maligna que lo envenenaba todo a su alrededor. Su muerte fue solo un
acto de justicia aunque otros lo llamen como quieran: fatalidad destino, azar.
****
A esta altura de la pesadilla abrí los ojos sobresaltado.
Me encontraba tirado en el suelo al costado de mi cama, de la cual me había
caído seguramente por un movimiento brusco mientras me apresuraba por
ausentarme de la escena del crimen.
Ya despabilado, lamenté que todo hubiera sido sólo un
sueño, porque de esa manera me hallaba ante la disyuntiva de tener que reiterar
ahora mismo la odisea vivida momentos antes.
Fui al baño para lavarme la cara y salir esta vez sí al
encuentro de aquella despiadada mujer, pero en ese preciso instante escuché que
mi celular sonaba a lo lejos y pensé ¿quién podrá ser a estas horas de la
noche? Me acerqué y alguien había dejado un mensaje de voz en el contestador:
“Doctor, habla Silvia, la secretaria de la clínica. Esta mañana temprano pasó
por acá una mujer y me dijo que era una ex paciente suya. Le dejó un sobre a su
nombre y me dijo que se lo entregara cuanto antes porque era de vida o muerte.
Lo estoy llamando hace rato pero no me atiende. ¿Está bien? Por favor
comuníquese o acérquese hasta acá en cuanto pueda”
¿Cómo “esta mañana”? ¿Una ex paciente? ¿Lo estoy llamando
hace rato? ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo estuve dormido?
Maldije mi maldita costumbre de bajar las persianas de
toda la casa para poder dormir totalmente a oscuras. Miré de reojo el reloj de
la pared ¡las diez de la mañana! ¡No puede ser! ¡Me quedé dormido! ¡Echagüe!
¡Thania!
Me cambié la camisa arrugada y salí corriendo hacia la
clínica ya que me quedaba de paso a la casa de mi amigo. Metí en el bolsillo
del impermeable el sobre que habían dejado a mi nombre en recepción sin
siquiera mirar su contenido y continué mi camino. Me interesaba mucho mas saber
que había sido de mi desafortunado amigo que lo que Thania tenía para decirme.
Caminé las pocas cuadras que me separaban de su hogar presagiando el peor de
los finales.
Golpeé la puerta y como nadie respondió, entré
sigilosamente. Al llegar a su habitación me encontré con un cuadro macabro: su
cuerpo inmóvil y pálido descansaba inerte sobre la cama, envuelto en una enorme
mancha de sangre.
Echagüe intentó decirme algo pero yo me apresuré a
calmarlo:
-¡No! quédate quieto. No te muevas, no hables…
Puse ambas manos sobre los hombros de mi amigo, estrujé
su camisa llena de sangre y luego, sin dejar de mirarlo me senté a su lado. El
portero del edificio que había subido alertado por mí de la posible gravedad de
la situación, salió corriendo por el pasillo a pedir ayuda. Echagüe parecía
estar viendo a su amor perderse en el espacio infinito y con cada paso que ella
daba, se apagaba su corazón. Dijo sin voz y gritando con todo su cuerpo:
-Vuelve. Regresa conmigo porque serás tú o no será
ninguna otra.
Una potente convulsión lo sacudió. Creciendo adentro
suyo, algo subía desde el fondo de su corazón y llenaba de lágrimas el
ambiente. Era su alma, que se le había estrangulado en las muñecas laceradas
por un tremendo y limpio corte.
A través de los vidrios, un rayo de sol desplegó su abanico
de luces en arco iris hasta llegar a descansar entre las gotas de lluvia y
llanto.
Saqué el sobre del bolsillo de mi abrigo y busqué la foto
que allí estaba, guardé la carta y deposité el viejo retrato de su único gran
amor en la mesa de luz.
Si hubiera llegado unas horas antes quizás Alberto
Echagüe estaría vivo.
En mis oídos, como campanas de plata, voces agitadas y
burlonas repetían: “Estas enfermo” Me tapaba los oídos con las manos para no
oírlas, pero entonces otras, insinuantes, dulces, aterciopeladas, se deslizaban
por los intersticios de los dedos y me sugerían: “¿No comprendes que no puedes
ayudar a nadie? “Tu presencia solo sirve para envenenar con tu virus el aire
que respiran los hombres sanos y alegres”
-¿Existen realmente esos hombres felices y sin
enfermedad?- Se entrometía otra voz, incrédula y diabólica.
“¡Tan poco se perdería si te fueras para siempre! Es
fácil, no te costará más que unos segundos de valor. Puedes elegir algún medio
suave y placentero que te permita gozar del desvanecimiento lento de tus
sentidos o algo mas traumático pero igualmente efectivo”
Agitaba mi cabeza y me peinaba los cabellos con
desesperación, como para ahuyentar el ansia sombría del autoaniquilamiento.
Estaba seguro de no ser lo suficientemente valeroso como para matarme pero era
necesario controlar cualquier ráfaga de locura que quisiera imponerse a esta
flaqueza.
Dirigí una última mirada a mi amigo recostado en el
lecho, sonriendo como quien se siente profundamente feliz. Recordé nuestra
juventud perdida, la tan esperada felicidad que nunca llegó a concretarse.
Nuestras vidas se habían sumergido en la consumación lenta y continua de la
intrascendencia.
Dos lágrimas regaron mis mejillas. Tuve lástima y envidia
porque él ya estaba en paz con el mundo y yo aún lo estaba padeciendo.