lunes, 13 de mayo de 2013

Alfredo Mario Figueras


Pródromo, exordio y variación.

En el caso de García Márquez, el prólogo es también un cuento (en “Doce Cuentos Peregrinos”). La situación del Bicho Antenudo es bien distinta. No sabe escribir prefacios y los cuentos, que dice escribir, ni siquiera son tales. No es matemático, astrónomo ni filósofo y sin embargo no tiene reparos al acometer temas científicos que desconoce de principio a fin. Tiene dos antenas, hermosas por cierto, y una trompa de 90 centímetros que lo diferencian de cualquier otro escritor. Antes, era un bicho normal. Pero un día, como cuenta en la página 218, se transformó en un bicho antenudo. Por suerte, lleva sus antenas con orgullo. Renunció a un alto cargo en el prestigiosísimo “Teatro El Chillón” y se puso al servicio de una misteriosa asociación que lo conmina a prosificar según necesidades específicas. Igualmente, siempre que puede, se muestra a favor de los cuises y de la música nacional argentina y latinoamericana (que desconoce por completo pero sabe que le gustaría). Tiene sólo dos dimensiones, para facilitarle el trabajo a los retratistas y hacerle la vida imposible a los escultores. Sin más que decir, los dejo con éste mamotreto que espero puedan digerir.
                                                     x  La Hermana Antenuda



Nunca dejen un prólogo en las garras de un familiar, escríbanlo ustedes mismos. Aprendan de mi desgracia. Si lo hubiera escrito yo…
¡Qué bien habría hablado de mí mismo!

                                                    x  El Bicho Antenudo 


 El parrillero sabio.    
"Este baño está clausurado desde la 2da. Fundación de Buenos Aires"
(de un cartel de un baño… al que siempre me acerco esperanzado).

Tres señoritas inglesas, discutieron fuertemente bajo la sombra que proyecta la estatua del Resero (en Mataderos). La disputa, cuentan las viejas, fue por cuestiones de honor. Sin embargo, fuentes oficiales dicen que, luego de haber comprado tres sanguches de chorizo y un vacipán (éste último a ser dividido), comenzaron a darse terribles carterazos, hijos de la angurria y del conocimiento del ensayo de Isaac Asimov acerca de la imposibilidad de cortar una tiza en tres partes iguales. También conocían el cuento “Tres portugueses bajo un paraguas, sin contar el muerto” (de Rodolfo Walsh). Pero este cuento no influyó, porque la cosa venía por sanguches de vacío mal liquidados  y no por razones difíciles de desentrañar. Aparte, hay un vacío legal que todos conocemos.
El origen del escándalo quizá sea un misterio, no así su resolución. Un parrillero galante, y con buena mercadería, les ofertó tres sanguches de entraña al precio de uno. Ellas, aprovecharon la ocasión (de H. Baldi) y pagaron el entrañipán, que se triplicaría, para salvar una amistad que las mantenía unidas desde que compraron un departamento de 4 ambientes en Caballito, hace más de 30 años.


 El deber no es bueno.

Hoy hice lo mismo que hago cada fin de año. Puse el despertador a las 05:00 hs. y me acosté a las 21:00 hs. Cuando sonó la alarma, en ese silencio tremendo de un primero de enero, me levanté y fui a buscar mi bomba de estruendo. La encendí con dos dedos, no por darme dique sino porque son los únicos que me quedan después de tantos accidentes con pirotecnia, y la arrojé (ésta vez con más suerte) en un zaguán con muy buena acústica. El barrio, pobre, se desperezó al borde del infarto por mi ocurrencia y yo, con la satisfacción del deber cumplido, me tiré otra vez a la catrera.

Basura Extraña

Junté mis mejores poesías, les bailé un malambo y las tiré al tacho. Pasé, al rato, y ya no estaban; Aparte había basura ajena. Bueno, apagué la luz y me fui a dormir. Acostado y en tinieblas (de las que abundan en mi vida) entré en pánico. Eran las 3 de la mañana, mi casa estaba perfectamente cerrada y yo me encontraba solo como siempre. Eso sí, en mi techo había una basura extraña. Y en mi tacho también.


 Bicho inteligentudo

Antes, cuando no era un Bicho Antenudo, yo era muy inteligentudo. Mi berretín consistía en escribir sólo cosas trascendentales. Por eso, esperé 30 años (a contar desde los 52, cuando se logra cierta estructura mental) para hacer mis primeros pininos. Pude escribir unos miserables renglones inconexos, que aquí mostraré:
Hablaba un inglés muy extraño, con el acento propio de su Córdoba natal.
El silencio absoluto no existe, ni siquiera en condiciones de laboratorio.
Había cumplido los 15 y un revolver fue su último regalo.
Sus neuronas habían entregado todo, ya nada podía pedirles.
Era un gran estratega, pero ese día lo acorralaron. Nunca se supo por qué.
Cada vez que salía olvidaba su nombre, su patria y su grafía.
Perdió el hambre por esperarla, por suerte ya no la espera.
Una idea le carcomía el cerebro; El forense encontró un bicho taladro.
Cuando podamos comparar el ayer con el mañana, se va a armar un tole-tole que dejará pipones a los noticieros.
Posdata: Si alguien pudo unir algo o encontrar un chispazo de literatura, me avisa y me explica. 

 El único gol del partido

“-Pisculicho, se la pasa a Fornica que está solo en el área. Fornica solo… Fornica solo… Goool.”
(del libro “La Guardia Imperial Hincha sin cesar”, de César Albino Encaj)

-Ese tango, inició la fisura que aprovecharían los compositores modernos para un quiebre posterior. La letra era mala, la música verdaderamente asquerosa y de una simplicidad ultrajante, y el título… no tenía gancho. ¡Si parecía escrito por un chancho, mire!
-Pero… ¿Cómo puede ser que semejante porquería haya iniciado una escuela?
-Es que lo importante de esta magnífica obra, fue el mensaje que supo transmitir.
-Ah, usted dice que de una manera críptica y quizá no tan elegante, daba a entender profundos razonamientos filosóficos ¿no?
-No, es que antes de cantarse el tango propiamente dicho se recitaban unos fragmentos de “Herencia pa’ un Hijo Gaucho”. Y esto, ayudó al crecimiento intelectual de los parroquianos milongueros.
-Pero, entonces el mérito corresponde a Don José Larralde. Es algo externo al tango. Acá, le están afanando los derechos de…
-¡Callesé, no levante la perdiz  que hay mucha guita pa’ repartir!
-Ummm… Creo que empiezo a comprender el valor de este tango. ¿Cambio no tiene? Porque necesito monedas para el bondi.  


 El vicedibujante Nudo

-Soy el segundo mejor dibujante de Bichos Antenudos de todo el mundo.
-¿Y el primero quién es?
-Yo, también. Pero prefiero presentarme así, de una manera más humilde.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Agustin Irusta



ROSA NEGRA 15




Me había citado con Thania en el Rosedal a medianoche y como todavía faltaban un par de horas para el encuentro, fui a casa a descansar porque hacía varias noches que no dormía bien, sin contar las últimas veinticuatro horas que llevaba despierto mantenido a café negro sin azúcar. Dudé por un instante en tomarme un tranquilizante para relajar un poco pues de seguro, mi estado de ansiedad generalizada no iba a permitirme descansar pero reflexioné que quizás sería contraproducente para mi cita de esta noche. Me recosté en un sillón del living para esperar hasta la hora de salir y cerré los ojos, coloqué la pastilla en mi boca pero no la tragué; Quise imaginar como se desarrollaría el encuentro y que palabras usaría para persuadirla de que me entregara la prueba que salvaría a mi amigo sin demostrar demasiada desesperación y creo que en esa elaboración, me quedé dormido.

Abrí los ojos sobresaltado al ver que ya era noche cerrada y sin cambiarme ni siquiera de ropa salí a la calle con el saco a medio poner, paré un taxi y me dirigí a Palermo lo más rápido que pude. Caminé un poco entre la oscuridad y la llovizna buscando el lugar en donde habíamos quedado en encontrarnos con Thania, protegido del aguacero que comenzaba a caer más intensamente; bajo el reparo de un puesto de bebidas cerrado, estaba esperando mientras observaba el reloj a cada instante. Alguien me llamó por mi nombre, inclinado a medias sobre la ventana de un auto alquilado.
-Suba, apúrese que se está mojando- habló con voz decidida.
Una vez en el interior, me pidió que guardara silencio mientras estacionaba el auto, ella atendía a las indicaciones que le hacía el acomodador y ninguno de los dos emitió ni siquiera un sonido hasta que se hubo detenido el motor.
-No perdamos tiempo que mañana temprano tengo que hacer algo importante y debo descansar… ¿trajo lo que le pedí?- le pregunté ansioso
-Este no es un lugar muy adecuado para hablar de negocios, Agustín- contestó serena.
-¿De qué negocios me habla? Si bien es cierto que estoy dispuesto a pagar por ello, no vine hasta aquí con las intenciones de “negociar” nada- solté con indignación. Ella extendió su brazo sobre el asiento y su mano derecha rozó mi espalda pero, ante mi instintivo movimiento de rechazo, comenzó a frotar el tapizado con la uña del dedo.
-¡Vamos, no sea tan arisco! Estoy segura de que a usted también le fastidia perder tiempo en preámbulos…financieros. Si quisiera podríamos ponernos de acuerdo rápidamente y solucionar este intercambio de una manera mucho más amigable.
Observé a la mujer después de tantos años, ahora sin el temor de ser sorprendido. Su cabeza estaba inclinada, las muñecas delgadas, rugosas; el seno que supo ser joven y altivo, ahora había empezado a desgastarse y la curva del mentón, encerraba una carga de oculto vigor. Ella continuaba absorta, inconsciente de su propia seducción, de esa fuerza intangible que fluía hacia mí y me turbaba, como lo había hecho hace algunos años atrás.
-Aprendí que cada uno de los charlatanes como usted, está dispuesto a defender bravamente su presa, por más duro y agrio que fuera ese bocado que supieron conquistar a fuerza de dentelladas y zarpazos -continuó hablando con la mirada fija en la lluvia que golpeaba el parabrisas y casi sin pestañear -La belleza los ha olvidado, se acostumbraron a cortar de raíz todo lo que se parecía a la verdad y encerraron sus pequeñas almas bajo una taza, sentándose luego sobre ellas. Cuando estos seres que parecen tener agua o aceite en las venas se acercaron para rodearme como un cerco de buitres hambrientos, permanecí inmóvil, atrapada por una fatalidad burlona que me obligó a escucharlos y aprobar con falsas sonrisas sus frases poco inteligentes. Y al contemplar la muchedumbre de rostros habladores, las frentes prematuramente envejecidas, sólo deseaba huir hacia mi madriguera, y echarme a lamer las viejas heridas que nunca terminaron de cerrarse.
Hace mas de dos mil años existieron hombres que creían en un Dios con toda su sangre y su carne y sus pensamientos, de tal manera que la sola mención de esa divinidad encerraba para ellos la verdad y el temor. Aquellos hombres creyeron y fueron salvados por la fe, pero ahora no hay Dios, ni verdad, ni religión. Nadie puede confiar. No hay nada en qué creer salvo en mí, la diosa del amor.
-A su hija no le va a hacer nada bien saber que a su madre se le soltó la cadena y perdió hasta el último rastro de coherente decencia...
-¿Y usted me habla de decencia, licenciado? La moral no fue hecha para nosotros, eso es para los débiles y los imbéciles.
-Se siente demasiado segura ¿No tiene miedo de ser castigada? -repliqué un poco más calmado. La mujer, que había empezado a sonreír, se detuvo de pronto y se puso a observar los árboles azotados ahora por un intenso aguacero que no dejaba de caer.
-¿Castigada por quién? ¿Por Dios? ¡Usted me hace reír! – Soltó Thania volteando levemente la cabeza hasta encontrarse con mis ojos – Está hablando como un charlatán de feria, como uno de esos pastores que pretende asustar a sus fieles con la proximidad del infierno. Me gustaría saber si con sus pacientes habla también de estos temas tan divertidos. ¿En dónde le enseñan a creer en esas pavadas… en la universidad?
-No debería ser tan orgullosa, alguien podría salir lastimado, usted misma podría ser la víctima de su propia megalomanía.
-¡Ah, creí que hablaba de castigos divinos y cosas por el estilo! Los humanos me llevan sin cuidado. Entre los hombres y mujeres que conozco no hay uno sólo con fuerzas suficientes para desafiarme. Me tienen antipatía, obstaculizan mi camino, intrigan, hablan por lo bajo; pero nadie se atreve a decírmelo en la cara ¡Qué mediocridad!
Al fin y al cabo, el perdón divino tampoco creo que deba pedirlo. Todo cuanto hice, tuvo su justo motivo, su causa; las elecciones fueron reales y tenían importancia nada más que para mí. Es cierto que me tocó vivir en sociedad, pero eso es algo que yo no escogí y sería absurdo tener que pedir perdón por el azar y tan ilógico, como justificarme con el vecino por haberlo dejado de saludar cuando no lo veo con frecuencia. Nadie puede acusarme de nada; nadie puede juzgarnos a usted y a mí por ser extraños. A pesar de eso, lo somos y a mucha honra.
Marcamos la diferencia porque somos conscientes de que viviremos poco tiempo. Durará usted un plazo mayor que el mío, pero aguantará. Yo en cambio, no podré vivir más que el tiempo establecido de antemano. Mi vida será igualmente siempre más breve que la suya, usted va a sobrevivirme, licenciado, aunque muera mañana, porque su nombre lo trascenderá.
Déjeme contarle algo que me sucedió en referencia a ese tema: Una amiga mía, en emergencia de parto, tuvo que elegir entre su propia vida o la de su hijo. Naturalmente, en un gesto que no entiendo por qué se juzga como generoso, se decidió por la vida del niño: ¡lo condenó a vivir!
Sí, somos especiales porque usted está destinado a seguir viviendo y yo condenada a morir de manera trágica igual que su amigo Echagüe. Esa es la ley del Universo y dígame ¿en dónde encaja Dios en todo eso?
¡Ya recuerdo que fue lo que me atrajo de usted cuando lo conocí! – soltó de repente, casi sobresaltada pero no lo dijo. Nunca salieron sus palabras. Nunca dijo lo que sus ojos, su boca, su frente, su cuerpo todo, estaban gritando. Sin sobresaltos, pálida, serena como las espigas de trigo hamacadas por la brisa, acababa de descubrir una nueva dimensión en su alma: la eternidad.
Era como si todas las circunstancias adquirieran de repente relieve como por arte de magia. Comprendió que algo se le negaba por primera vez a su voluntad siempre triunfante y que todo cuanto deseara, por mucho que luchase, resultaría en vano. Estaba vencida de antemano ¿qué cosa sería aquello que algunos llamaban eternidad? ¿Podría preguntarle a esa mujer tan fría, tan lejana? No, porque con certeza iba a destruir también esa última esperanza y Ana, su hija, necesitaba algo que esta vez fuera constante en el tiempo. Una sombra apenas para aferrarse cuando las palabras y las emociones, hicieran en su pecho un hoyo infranqueable.
-¿Cual es su verdadero nombre? – Pregunté rompiendo el incómodo silencio que se había adueñado de la situación mientras la lluvia parecía disminuir en intensidad – Quiero decir… ¿por qué eligió como excusa a Tania o a Ana Luciano Divis para engañar a todos?
-Tuve muchos nombres a lo largo del tiempo, licenciado, pero el que más me hace honor es Lamia, asustaniños y seductora terrible.
-¡Por favor! ¿Quién va a creerle esa historia? Dígame la verdad, por una vez en su vida…
-La verdad… no existe – Luego de meditar unos instantes continuó con su relato –Provengo de una familia adinerada del sur de Irlanda pero nunca me gustó vivir de mis padres y apenas tuve la oportunidad de escaparme de mi hogar, no lo dudé. Me casé varias veces con nombres distintos pero cuando estuve en Toledo, España, conocí la historia de Tania, la cantante de tangos, la que se fue a Buenos Aires con una compañía de teatro y conoció al amor de su vida, a Enrique Santos Discépolo. Esa enseñanza de vida me impactó y decidí que algún día haría lo mismo, cuando me separé de mi último marido en Dingle, saqué todo el dinero del banco y me propuse recorrer Europa buscando al hombre indicado. El resto de la historia ya lo conoce bien…
Mientras sacaba conclusiones acerca de la eternidad, Thania abrió la guantera del auto y sacó un pequeño revólver de culata nacarada.
-¿Le gusta? Lo compré en la época en que saqueaban los supermercados y parecía que este país se iba al diablo. Practiqué semanas afinando mi puntería y puedo asegurarle que le acierto a una lata de gaseosa desde cincuenta metros. Ana se asustó mucho al verlo y me prohibió que lo dejara en la casa, así que lo tengo en el auto por las dudas. Está cargado – dijo poniéndose seria – y ahora mismo, con sólo apretar el gatillo…
-Guárdelo, por favor – solté con voz temblorosa.
-¿No me diga que lo asusta, licenciado? Es glorioso, a veces lo empuño sólo para sentir el peso, el poder y el frío del cañón. Es como un sirviente de los de antes: fiel, obediente y discreto.
El arma centelleaba entre los dedos de la mujer con un brillo helado, esa misma mano, pensé, con la que sedujo a mi amigo y al que nunca más podré volver a ver. Faltaban sólo unas horas para el amanecer y si no lograba llegar antes de ese acontecimiento, Alberto Echagüe se marchará de este mundo sin conocer nunca la verdad. Ya no me quedaba tiempo y a menos que terminara ahora mismo con esta charla que no conducía a nada, la vida de varias personas se arruinaría para siempre.
-Quiero hacerle una última pregunta -interrumpió Thania- ¿Para qué necesita realmente esa fotografía? – y mientras lo decía extrajo lentamente un sobre de papel marrón en dónde se suponía estaba lo que tanto necesitaba.
-No tengo por qué darle mayores explicaciones de las que ya ensayé por teléfono, sólo entrégueme la copia y alcánceme al centro como habíamos quedado.
-En ese caso, lo siento mucho pero no voy a darle nada porque él debe sufrir como nosotras lo hicimos con su indiferencia.
-¿De qué indiferencia me habla…es que acaso no lo entiende? Alberto vivió todos estos años sufriendo por la muerte de su hijo, porque eso fue lo que usted le dijo. De seguro, si él hubiese sabido de su existencia, habría recorrido cielo y tierra para encontrarlas.
-No intente justificarlo, Agustín, ¿Y que hay de mí? ¿Acaso no fui lo suficientemente importante en su vida como para él que me buscara? – Me quedé en silencio procurando encontrarle una explicación a aquella pregunta y Thania continuó hablando – Le repito, licenciado, que yo sabía bien lo que deseaba pero aún permanecía en una nebulosa, indefinida y sin forma. En realidad ¿Qué me faltaba? Nada, sólo mi historia de amor. Todo aquello que podía llegar a hacer más confortable la vida, lo había poseído. ¿Qué otra cosa es acaso la felicidad sino ese estado de celebración en dónde uno se olvida de las ambiciosas aspiraciones y no se mortifica para hallar la forma de satisfacerlas?
Ahí está la clave de la cuestión. Cuando se empieza a tener deseos, comienza la infelicidad. ¿Será por eso que alguna filosofía antigua promueve categóricamente “matar el deseo”? ¿No es el deseo, estímulo para el desarrollo del conocimiento? ¿No es la sabiduría lo que hace evolucionar la conciencia?
Mientras ella hablaba yo pensaba que tal vez no llegaría a tiempo para salvar a mi amigo, tenía que obligarla a que me entregue el sobre con la foto ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde. Los latidos de mi corazón retumbaban en la garganta, me ahogaban, parecían sacudir todo mi cuerpo y la sangre me estremecía con violentos espasmos en las venas del cuello, en mis sienes, y en las muñecas que de pronto, se quedaron rígidas, extendidas hacia el cuerpo de aquella mujer.
-¡Deme el sobre, vamos, ahora! – grité cansado ya de escuchar.
Entonces, con sus dedos temblorosos y enredados, lo sacudió ante mis ojos, luego lo introdujo en su cartera y la arrojó rabiosamente sobre el asiento trasero dejando caer el sobre de papel al suelo.
-¡No le voy a dar nada! Me las va a pagar ese hijo de puta, si se tiene que morir, que se muera, no le voy a aliviar el sufrimiento – contestó con decisión
Me hubiese gustado decirle que todo era un gran equívoco, una trampa urdida por algún espíritu maligno; porque ni mi generosidad ni mi capacidad de amar al prójimo se habían esfumado, y aún perduraba en mi espíritu la espera de una felicidad hecha de cosas simples. Pero el tiempo, el maldito destructor de sueños, se había apoderado de mí, y los años eran cada vez mas fugitivos y crueles porque la paciencia ya no era la de antes.
La cartera había quedado abierta como en una mueca horrible, contraída en una carcajada silenciosa que hacía coro a los gritos de Thania mientras el revólver que lanzaba fulgores entre las garras de la mujer, parecía amenazarme.
Instintivamente llevé mi mano a su boca con violencia inusitada y de su labio inferior brotó un pequeño hilo de sangre, mi cuerpo se estremeció ante aquella emanación y me abalancé sobre ella para quitarle el arma y terminar con el asunto de una vez por todas.
-¡Cuidado, licenciado!- con el pelo en desorden, sin hacer caso de la sangre que le corría por el mentón, la mujer se replegó en el asiento; su cuerpo temblaba y se mantenía al acecho -Podría lastimarlo si quisiera.
Volví a arrojarme sobre ella tratando de arrebatarle el revólver mientras las agujas del reloj seguían corriendo implacables, no se detuvieron mientras forcejeamos y tampoco cedieron su paso cuando estalló el estruendo y la mujer, después de erguirse durante un instante que pareció interminable, suspiró y se deslizó blandamente hacia el piso del vehículo, envuelta en una nube de humo blanco.
Ella misma se hirió, pensaba mientras intentaba recuperar el aliento y me arreglaba mecánicamente el cuello de la camisa. Miré a Thania: el pelo le cubría la frente y los ojos, su respiración, cada vez se hizo más lenta hasta transformarse en un gorgoteo intermitente. De vez en cuando un estremecimiento sacudía el cuerpo contraído y yo esperaba que se reincorpore y se lanzara sobre mí a la lucha nuevamente pero, continuó inmóvil de manera permanente.
-Thania- murmuré, extendiendo una mano hacia la mujer sin atreverme a tocarla. Me sentía extrañamente sereno; como si no fuera yo quien estuviese allí, esperando en vano su respuesta, observándola con curiosidad desafectada como quien examina un objeto de arte. Nadie contestó.
La nube de humo se adhirió al techo del auto y el viento, que se filtraba por una ventanilla entreabierta, la deshizo y la empujó hacia los rincones. Sorprendido por mi propia calma, me dije que tal vez debería llevarla a un hospital cercano y dejarla para que la atiendan, quizás todavía podían salvarla pero... ella contaría todo y mi vida se iría al diablo. Tal vez la herida es más grave de lo que parece y ya no tiene salvación. Ella yace sobre el piso, desordenada y fláccida como un muñeco al que un chico curioso hubiera abierto las entrañas de algodón para ver qué contiene.
Algo se movió entre los árboles. Envuelto en un impermeable negro, el rostro ensombrecido por una capucha que brillaba bajo la llovizna, un hombre venía hacia el auto agitando un trapo y bamboleándose como una marioneta de pesadilla. En ese momento me invadió un miedo incontrolable que me paralizó las manos y forcejeé con la manija de la puerta. El desconocido estaba ya junto al auto y miraba hacia el interior entrecerrando los ojos mientras levantaba una linterna y la enfocaba sobre el asiento delantero.
-Oiga, amigo, no se puede…
La luz iluminó de pronto el cuerpo de Thania, los mechones esparcidos sobre el rostro pálido, la mancha de sangre junto a la clavícula. Pero antes de que el desconocido pudiera gritar, le dí una patada a la puerta, salté hacia afuera empujándolo con todas mis fuerzas al punto que lo hice caer al piso y me eché a correr por la arboleda solitaria, bajo las pesadas gotas que caían implacables.
Llegué a la avenida Libertador y encaminé mis pasos al azar pero con rumbo al bajo. Marchaba con rigidez de autómata, de andar inseguro, algo trastabillante y la vista puesta en un horizonte de alucinación y pesadilla. Varias veces estuve por darme de narices contra los árboles y al llegar a una esquina tropecé con un peatón que doblaba y al que dejé a mitad de la vereda, confuso, aguardando con expresión estúpida el acostumbrado: “Disculpe”
En oleadas calientes subía la sangre a mi cabeza y en medio del malestar del mareo, mi mente reproducía el cuadro fantasmagórico del vehículo abandonado y de aquella mujer desparramada en el suelo. El caos de las ideas se volvía cada vez mas agudo, exacerbado, hasta precipitarse con furia en un ofuscamiento general de mis facultades, en donde se superponían, interferían y se anulaban entre sí, nublando por momentos la coherencia del pensamiento. Enseguida, mi cerebro se vació de contenidos, como ahuecándose y un frío letal descendió desde la nuca hasta los pies. Los dientes me castañeaban y las rodillas se arqueaban al punto de hacerme perder el equilibrio y tener que recurrir cada tanto al apoyo de un árbol o un poste de alumbrado. Apenas lograba serenarme un poco, proseguía la marcha a la deriva, sin detenerme a verificar el lugar donde me encontraba ni el rumbo que seguía, confiado de que mi instinto me llevaría a casa.
Al cabo de unas horas, muy fatigado, con las piernas doloridas, me dejé caer pesadamente en un umbral y allí permanecí inmóvil hasta que de mal modo un oficial de policía me obligó a levantarme y continuar mi camino. Era ya de madrugada y las luces del alba me hicieron reaccionar y volver a pensar en mi amigo Echagüe. Me puse de pie y avancé casi arrastrándome algunas cuadras, llegué a una plazoleta que había en el cruce de una avenida diagonal con dos calles perpendiculares, y me senté en un banco de piedra. Mi respiración era dificultosa y recién después de un prolongado lapso de tiempo pude apaciguarme e intentar poner un poco de orden en mis ideas.
La primera imagen que acudió a mi renovada lucidez fue la de Ana Luciano Divis llorando la muerte de su madre y enterándose de que su padre también había muerto el mismo día.
Conocía bien mis propias bajezas y maldades, pero cada una de ellas tenía en sus causas el justificativo ideal que la atenuaba; además, sabía hasta donde era mía la culpa y a partir de donde era mero juguete de pasiones e impulsos. Tal vez por eso me daba cuenta claramente de que la suma de mis pecados no era más que una leve sombra al lado de la magnitud delictiva de otros realmente desalmados.
Thania estaba muerta porque debía morir y yo sólo fui el brazo ejecutor. Esa mujer era demasiado impura para este mundo y su existencia una fuerza maligna que lo envenenaba todo a su alrededor. Su muerte fue solo un acto de justicia aunque otros lo llamen como quieran: fatalidad destino, azar.
****
A esta altura de la pesadilla abrí los ojos sobresaltado. Me encontraba tirado en el suelo al costado de mi cama, de la cual me había caído seguramente por un movimiento brusco mientras me apresuraba por ausentarme de la escena del crimen.
Ya despabilado, lamenté que todo hubiera sido sólo un sueño, porque de esa manera me hallaba ante la disyuntiva de tener que reiterar ahora mismo la odisea vivida momentos antes.
Fui al baño para lavarme la cara y salir esta vez sí al encuentro de aquella despiadada mujer, pero en ese preciso instante escuché que mi celular sonaba a lo lejos y pensé ¿quién podrá ser a estas horas de la noche? Me acerqué y alguien había dejado un mensaje de voz en el contestador: “Doctor, habla Silvia, la secretaria de la clínica. Esta mañana temprano pasó por acá una mujer y me dijo que era una ex paciente suya. Le dejó un sobre a su nombre y me dijo que se lo entregara cuanto antes porque era de vida o muerte. Lo estoy llamando hace rato pero no me atiende. ¿Está bien? Por favor comuníquese o acérquese hasta acá en cuanto pueda”
¿Cómo “esta mañana”? ¿Una ex paciente? ¿Lo estoy llamando hace rato? ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo estuve dormido?
Maldije mi maldita costumbre de bajar las persianas de toda la casa para poder dormir totalmente a oscuras. Miré de reojo el reloj de la pared ¡las diez de la mañana! ¡No puede ser! ¡Me quedé dormido! ¡Echagüe! ¡Thania!
Me cambié la camisa arrugada y salí corriendo hacia la clínica ya que me quedaba de paso a la casa de mi amigo. Metí en el bolsillo del impermeable el sobre que habían dejado a mi nombre en recepción sin siquiera mirar su contenido y continué mi camino. Me interesaba mucho mas saber que había sido de mi desafortunado amigo que lo que Thania tenía para decirme. Caminé las pocas cuadras que me separaban de su hogar presagiando el peor de los finales.
Golpeé la puerta y como nadie respondió, entré sigilosamente. Al llegar a su habitación me encontré con un cuadro macabro: su cuerpo inmóvil y pálido descansaba inerte sobre la cama, envuelto en una enorme mancha de sangre.
Echagüe intentó decirme algo pero yo me apresuré a calmarlo:
-¡No! quédate quieto. No te muevas, no hables…
Puse ambas manos sobre los hombros de mi amigo, estrujé su camisa llena de sangre y luego, sin dejar de mirarlo me senté a su lado. El portero del edificio que había subido alertado por mí de la posible gravedad de la situación, salió corriendo por el pasillo a pedir ayuda. Echagüe parecía estar viendo a su amor perderse en el espacio infinito y con cada paso que ella daba, se apagaba su corazón. Dijo sin voz y gritando con todo su cuerpo:
-Vuelve. Regresa conmigo porque serás tú o no será ninguna otra.
Una potente convulsión lo sacudió. Creciendo adentro suyo, algo subía desde el fondo de su corazón y llenaba de lágrimas el ambiente. Era su alma, que se le había estrangulado en las muñecas laceradas por un tremendo y limpio corte.
A través de los vidrios, un rayo de sol desplegó su abanico de luces en arco iris hasta llegar a descansar entre las gotas de lluvia y llanto.
Saqué el sobre del bolsillo de mi abrigo y busqué la foto que allí estaba, guardé la carta y deposité el viejo retrato de su único gran amor en la mesa de luz.
Si hubiera llegado unas horas antes quizás Alberto Echagüe estaría vivo.
En mis oídos, como campanas de plata, voces agitadas y burlonas repetían: “Estas enfermo” Me tapaba los oídos con las manos para no oírlas, pero entonces otras, insinuantes, dulces, aterciopeladas, se deslizaban por los intersticios de los dedos y me sugerían: “¿No comprendes que no puedes ayudar a nadie? “Tu presencia solo sirve para envenenar con tu virus el aire que respiran los hombres sanos y alegres”
-¿Existen realmente esos hombres felices y sin enfermedad?- Se entrometía otra voz, incrédula y diabólica.
“¡Tan poco se perdería si te fueras para siempre! Es fácil, no te costará más que unos segundos de valor. Puedes elegir algún medio suave y placentero que te permita gozar del desvanecimiento lento de tus sentidos o algo mas traumático pero igualmente efectivo”
Agitaba mi cabeza y me peinaba los cabellos con desesperación, como para ahuyentar el ansia sombría del autoaniquilamiento. Estaba seguro de no ser lo suficientemente valeroso como para matarme pero era necesario controlar cualquier ráfaga de locura que quisiera imponerse a esta flaqueza.
Dirigí una última mirada a mi amigo recostado en el lecho, sonriendo como quien se siente profundamente feliz. Recordé nuestra juventud perdida, la tan esperada felicidad que nunca llegó a concretarse. Nuestras vidas se habían sumergido en la consumación lenta y continua de la intrascendencia.
Dos lágrimas regaron mis mejillas. Tuve lástima y envidia porque él ya estaba en paz con el mundo y yo aún lo estaba padeciendo.